Virginia ocupaba la cucheta de arriba y su hermanito, la de abajo… Pero la cama de abajo no era mágica. Como decía ella
– Era… mmm… ehh… no es mágica.
Cuando la rezongaban por alguna travesura o porque se había olvidado de hacer los deberes o porque después de bañarse nadie más entraba al baño si no era en un bote y con una caña, para pescar la ropa que quedaba sumergida en el pantano delante de la ducha, Virginia trepaba a la cucheta y el resto del universo desaparecía. Las voces se perdían a lo lejos y ella podía conversar tranquila con Pipi, el oso blanco o con Marité la osita que cantaba canciones de cuna o con Romina, la muñeca rubia del pelo de lana como tallarines y ojos enormes o con Ruli o Teddy o Cone o Piter o con… en fin.
Allí arriba había una tribu de osos, perros, conejos, muñecas, gatos. En realidad todos se llevaban muy bien porque el espacio se completaba con algunas ropitas de los integrantes de la tribu, algunos frasquitos de plástico – vacíos, por suerte – como decía mamá, y otros objetos variadísimos: caramelos, las sorpresitas del último cumpleaños, los libros de la escuela del año pasado, algún cepillo de pelo, una agenda vieja de papá, un teléfono y un botiquín, entre otras cosas.
Ah, sí. Subirse a la cucheta era, para Virginia, como prender el televisor pero más entretenido porque de repente estaba en una oficina atendiendo un teléfono que sonaba seguidísimo. Otras veces, cuando era invierno y el cuarto estaba frío al atardecer, alcanzaba con sentarse allá arriba, a lo indio, para que todo el cuarto fuera la playa en verano, con mar, arena y el bote, claro, desde donde Virginia saludaba a mamá que se había quedado bajo la sombrilla. Pero la cucheta de arriba era más todavía porque podía ser un auto, la peluquería, la escuela, una casa completa, una tarde con té y visitas y un lugar tranquilo donde llorar.
La semana que viene Virginia cambia de dormitorio. Mamá y papá le dijeron que era mejor y le acomodaron un cuarto que antes era solo biblioteca y guarda-cosas, para ella.
Virginia ayudó a sacar y guardar libros y cuadernos viejísimos en cajas grandes. Montones de revistas, papeles y cajitas fueron dejando asomar a las paredes.
Luego ayudó a papá a pintar la puerta del lado de adentro.
Mañana vendrá el carpintero a cortar y separar la cucheta de arriba de la de abajo.
– Es fácil – había dicho el hombre – y quedan dos camitas iguales y preciosas.
A Virginia le daba un poco de tristeza. ¿Y si no era igual? – pensaba – ¿Si la cortaban y perdía la magia?
Suspiró. Esta era la última noche en que dormiría allá arriba.
Cuando trepó encontró que de todo el mundo que habitaba su cama solo quedaba una muñeca y un oso.
– ¡Mamá! – llamó. Pero menos mal que mamá no oyó porque estaba segura que si le preguntaba por sus hijos Marité, Piter y los otros, no pasaba nada pero si le preguntaba por los papeles, el champú y el perfume que había dejado ayer, la iba a rezongar y a decirle todo eso que Virginia sabía que debía hacer pero que rara vez hacía.
¡Qué ordenada se veía la cama hoy con la colcha estirada!
Virginia se sentó y volvió a suspirar.
Miró el cuarto como si fuera la primera vez que lo veía: la biblioteca con los libros queriendo salirse de los estantes, un cajón lleno de juguetes, la silla de madera, un autito en una esquina y la luz del atardecer a través de las persianas.
Mamá la llamó y Virginia bajó enseguida. De todas formas era bueno, cada tanto, ir sin demorar cuando mamá llamaba.
Cuando regresó de la escuela al día siguiente mamá y papá estaban terminando de arreglar el cuarto nuevo.
La abuela le había abierto la puerta de entrada y su hermanito había venido corriendo a darle un beso.
Cuando llegó al dormitorio nuevo ¡estaba tan ordenadito! Los libros en «su lugar»
– ¡A ver cuánto dura! – suspiró mamá.
Los juguetes guardados, la tribu sentadita contra la pared, en fila, en el estante más bajo, la mesita para hacer los deberes limpita y despejada.
– ¿Pero y si ya no es mágica? – pensó Virginia mirando la cama pero no dijo nada. ¡Papá y mamá se veían tan felices!
Esa tarde cuando mamá bañaba a su hermano y papá y la abuela miraban el informativo, Virginia prendió la luz, entró al cuarto y se sentó en la cama.
Había olor a cera para pisos.
Entonces las voces del informativo empezaron a oirse lejanas, mamá cantaba una canción pero parecía tan lejos. Se dió vuelta a mirar a Pipi el oso blanco, a Marité la osita que canta, a Romina la del pelo rubio, a Piter, a Cone y a los otros. Marité pedía la mamadera y Piter tenía que ir a la escuela. Pipi tenía frío y le pedía un saquito y había que cambiarle la ropa a Betty que se iba a una fiesta; además había que atender a sus clientes de la peluquería.
Ahora Virginia sabía, claro que sabía, ¡estaba segura! Entonces sonrió. Se levantó y cerró la puerta del castillo.
Ediciones ROSGAL – 1994
Ilustraciones: Rosana Machado
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