Hasta entonces…
De todo lo que hacía durante el día, lo que más le costaba a Diego era levantarse temprano para ir a la escuela. Más ahora que, como iba a nacer otro hermanito por esos días, lo habían dejado en la casa de los abuelos.
La abuela decía que estaba muy caprichoso, que tenía que acostarse más temprano, que si salía a jugar desabrigado, que hiciera los deberes, que no se levantara descalzo, que comiera todo, que no demorara con la leche, que qué desprolija venía la mochila, que otra vez le faltan botones a la túnica, que se bañe ese chiquilín…
Y el abuelo, cuando le veía la cara a Diego , sonreía y le decía cariñoso
– Lo dice por tu bien, porque quiere cuidarte. A mí también me cuida ¡y me rezonga!
Entonces Diego abrazaba al abuelo – a su Nono Pepe – y se sentía mejor, aunque en el fondo no se convencía de ponerse el abrigo cuando no tenía frío pero , por darles el gusto…
Sin embargo el problema era de mañana temprano, cuando el relojito gordo hacía sonar una alarma que hubiera despertado hasta a la Bella Durmiente sin necesidad del beso del Príncipe. ¡Qué fastidio!
– ¡Te odio! – le gritaba bajito Diego al reloj pero nada, hasta que venía la abuela el despertador no se calmaba y al ratito ¡zas!, de nuevo a sonar. Entonces regresaba la abuela, se acercaba a su nieto y le decía
– ¡Dieguito!… ¡Diego!… vamos, que es tarde. Levantate. Vestite ligerito que hace frío. Vamos Diego…
Después aparecía el abuelo con el mate en la mano y el termo abajo del brazo y lo convencía.
Un día Diego se despertó. Oyó el silencio de la casa. No escuchaba ruido de agua cayendo en la pileta, ni el ruido de platos y tazas en la cocina… no estaba encendida la radio del Nono. Se quedó quietito en la cama. Estaba como paralizado. Movió los ojos, solamente, buscando la cama en la que dormía su hermana: ahí estaba Nana, con forma de foca tirada en la playa y cubierta con las frazadas. ¡No se había levantado! Miró el reloj y el reloj lo miró. ¿Se habría cumplido lo que él, Diego, tanto deseaba? Con todo su corazón, al acostarse pidió que el reloj se muriera.
«¿Y si fuera cierto? ¡¿Si fuera cierto?!»
Sintió que el corazón le andaba más rápido. Pensó: «¿Y ahora? No hay más horas, el reloj se partió por la mitad, se murió a las seis… el sol no sale, los pájaros no cantan… nos quedamos de noche ¿y si pasa lo que dijo la maestra? Si no hay sol las plantas se mueren… no se calienta el mar y los ríos y no llueve… nos morimos de hambre y de sed! Si no hay horas, ni minutos, ni nada, todo se queda quieto y yo no crezco más y no paso de año. La playa sin viento no tiene olas…»
Sintió pánico… no podía abrir la boca para llamar a nadie. Cerró los ojos con fuerza, juntó el valor que le quedaba, abrió los ojos y de un salto salió de la cama disparado hasta el cuarto de los abuelos. Se quedó parado del lado de la cama donde dormía el Nono. Sintió que se le helaban los pies y se los miró. Los vió horriblemente pálidos. Al levantar la vista casi se desmaya, el abuelo Pepe estaba sentado en la cama y lo miraba fijo. Estaba sin lentes y los pocos pelos blancos que abrigaban su cabeza estaban parados y entreverados. De pronto el abuelo habló con voz grave y profunda
– ¡Diego! – dijo – ¿qué hacés levantado?
Diego no contestó. Los brazos le colgaban flojos a los costados del cuerpo. La abuela no se había movido. “¿Estaría muerta? ¿Estarían todos muertos? ”
– ¡Diego! – volvió a hablar el abuelo. Luego agregó, aclarándose la garganta
– ¡Andá a acostarte que hoy es sábado!
Publicado por Ed. ROSGAL – 1ª ed. 1994
Ilustraciones: Rosana Machado
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