I
Febrero. Últimos días. Amanece. Las piezas del conventillo comienzan a desperezarse. El “Sapo” duerme todavía, se remueve en el catre, sueña ritmos. La cortina de nailon, llena de patos desteñidos de tanto nadar al sol, se mueve apenas detrás de los postigos descascarados, que hace años fueron grises.
Un rumor crece por Isla de Flores: sillas del Municipio van amontonándose y son atadas con cadenas junto a los árboles.
La mañana está fresca y despejada; va a ser un lindo día para las llamadas.
– No sé por qué, pero dispués siempre termina en aguacero – murmura un negro viejo de tantos carnavales, mientras abre la puerta que da al corredor y, chancleteando en unas alpargatas bigotudas , va a buscar agua a la pileta de lavar del patio grande.
– Oiga, abuelo. ¿Qué horas serán?
– Como las siete o siete y media – contesta mientras termina de llenar la caldera con agua.
– ¡Vieja! ¡Vieja!
– Ya voy – responden con desgano desde la pieza de más al fondo. – Ya voy. Dejame dispertar bien, que hay tiempo.
Un perro de raza indefinida de color de mugre, se estira largamente, bosteza, le mueve la cola al abuelo, lo sigue a través del patio y entra junto con él a “la pieza grande”.
– ¡”Sapo”! ¡”Sapito”! Dispierte, viejo… M’hijo… Vamos, “Sapo”.
El “Sapo” tendrá once o doce años; abre los ojos, grandes y profundos como pozos de petróleo, bosteza ruidosamente, se despereza.
– Es mi día, abuelo – dice masticando sueño y mostrando dos hileras de dientes grandes y amarillos.
Sobre la mesa, entre el termo, el mate, el azucarero, el paquete de tabaco, los ruleros, un centro de plástico lleno de eso que uno no sabe dónde poner, una camisa de satén verde con lentejuelas amarillas, descansa la escobita adornada: el palo envuelto en cintas de colores, las pajas cortas rodeadas y pintadas de rojo, verde, azul, amarillo, anaranjado. El “Sapo” la mira; se imagina al frente de la comparsa, detrás del cartel de hule cuarteado en donde reluce, en rojo, negro y dorado, el nombre del grupo; él será el escobero este año; se viene preparando desde julio cuando un ataque mató del corazón a don Robustiano, el “Azufre”, como le decían en las llamadas, por los aires que se daba.
– ¿Se da cuenta, abuelo? Si no es porque el “Azufre” se murió denrepente, no me hubieran elegido a mí y desde chico que quiero salir. Pero era muy botija todavía, me decían. ¿Se acuerda que se reían cuando ensayaba en el patio? Pero se acuerda que lo hacía bárbaro ¿no? ¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Che, Abuelo!
– Sí, m’hijo, sí; no lo repita más. Ya lo viene diciendo desde que se murió el Robustiano.
– El A-zu-fre. AZUFRE. Se murió – se murió – se murió – el – Azufre . Se murió – se murió – se murió – el Azufre. Se murió… – ritmaba el “Sapo” mientras daba vueltas y golpeaba en al aire como si fuera un tamboril. – Chaca ta chaca, cha cha; chaca ta chaca, cha cha. – Y salió al patio a golpear en todas las puertas al compás del tamborileo gritado – hablado – cantado – bailado. De atrás de todas las puertas nadie le dijo “buenos días”.
II
Es el atardecer. El calor asfixia. Isla de Flores se empieza a llenar de gente; de los alcones de las casas viejas cuelgan los carteles con dibujos alusivos a las llamadas. Los colores están todavía algo opacos, porque no hay casi luz. Cuando se enciendan las lamparitas que los vecinos colgaron a través de la calle, se van a notar bien.
Desde las azoteas ya se están preparando los baldes de agua para refrescar a los que pasean. En las esquinas, el vendedor de pomos de plástico y caretas, pero los chiquilines ya tienen los suyos, hechos con envases de vinagre o de remedios y empiezan a no dar tregua a los que llegan. La calle está completamente mojada.
– ¡Voy a llamar a la policía! – grita una señorita que pasa del brazo de su novio y a la que le empaparon la espalda… y más abajo. Un coro de risas se escabulle entre la multitud. ¿Quién fue? Nadie. Los botijas ya están mojando a otros, en especial a los que tienen cara de querer estar sequitos y que – uno no se explica – van a Isla de Flores justo hoy.
Se empiezan a oler los chorizos asados sobre la parrilla en el medio bidón de lata que, no se sabe porqué, siempre es atendido por cocineros gordos.
Hoy se vende de todo y se ve de todo.
Las luces se encienden. Los carteles estallan en colores. Allí, en aquel que cuelga al lado de la casa del corredor largo, dice:
“Ya vienen los tamboriles
por la calle Isla de Flores,
la calle más angostita,
la calle de mis amores”.
Una llamarada multicolor baña el hule tenso de tamboriles, mamas viejas, viejitos, escobilleros, comparsas…
Los vecinos ya sacaron los banquitos de la cocina a la puerta, al zaguán, a la calle. Las sillas del comedor también se usan, primero para sentarse y después para pararse y poder ver bien el desfile.
Todavía falta; falta que la gente se lance a la calle como para apisonarla, que los gurises empapen bien a los que pasean, que los que no quieren oir los tamboriles se encierren en el fondo de sus casas, que se templen las lonjas y las gargantas con la botella que va de mano en mano.
Allí está el “Sapo”, un escobillero entre los escobilleros, vestido con la camisa de satén verde y lentejuelas amarillas, el pantalón negro, aprisionado por las medias del mismo color, sobre las que cintas rojas se trenzan a partir de las zapatillas.
– ¿Cuánto falta, abuelo?
– Falta que vengan las bailarinas, que se están vistiendo.
– ¡Pucha! ¿Pa’ ponerse un vestido y unas zapatillas demoran tanto?
– ¡Eh! – contesta el abuelo, que ya está vestido: traje negro, cuello blanco, galera, bastón y chancletas.
La Mama Vieja prueba a ver si la sombrillita, de tamaño ridículo para su peso, abre bien; se acomoda el vestido y ya las caderas se le mueven solas.
En la esquina se armó una fogata: se estñan templando las lonjas. Los tamboriles se prueban; se ensaya el ritmo. Corre el sudor que abrillanta la piel oscura.
El “Sapo” hace rodar la escobilla por los brazos, la revolea en el aire, la recoge al vuelo, la hace correr por la pierna hacia abajo, la para con el pie, la tira y sigue jugando.
Al fondo, la comparsa. Empieza el repiqueteo. Delante, las bailarinas de caderas sueltas y piernas y brazos rítmicos. Siguiendo, el viejito y la Mama Vieja. Abriéndose paso, las banderas que hacen girar hábilmente los que tienen experiencia; las tiran al aire, las recogen. Pero, sobre todo, van abriéndose paso entre la multitud que se cierra sobre ellos. Detrás de las banderas, el cartel con el nombre de la comparsa y el “Sapo” que prepara la escobilla.
Los primeros aplausos. La calle se despeja poco a poco para que pase el desfile, para que la exuberancia de la primera bailarina se luzca entre el escaso lamé dorado que apenas cubre lo indispensable y una montaña de plumas livianísimas que cae al suelo desde el casquete.
– Hay muchas comparsas- piensa el “Sapo” – pero nosotros somos los mejores y vamos a ganar el premio.
Salen.
– Gracias, Azufre.
En “Montevideo siempre” – ARCA – 1975
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