Estos cielos uruguayos son tan lindos y cambiantes que no puedo elegir solo una fotografía para representarlo. Tiene azul y blanco y sol.
¿Debería publicar una bandera nacional flameando?
Y dirían que soy ingenua. «Naif» dirían los más clementes. Antigua y poco provocadora lectura dirían algunos cultos circunstanciales lectores y la desecharían por escolar y decimonónica. Y es que tal vez por haber estado revisando y releyendo ejemplares candorosos y decimonónicos de nuestra biblioteca, la de casa, la que guarda, humedece y enreda libros anacrónicos, a los ancianos con los «modernosos», con los premiados, con los que pertenecen al más puro ocio juvenil, con los que la crítica señala como imperdibles y los «perdibles», los que se cubrieron de laboriosas telarañas, los «coleccionables», los no leídos ni por leer, me he vuelto así, en fin…
He rescatado del olvido algunos ejemplares que fueron muy queridos por varias infancias familiares y, tal vez, se me pegó un poco de aquel, desacostumbrado ya, estilo que tenían los bisabuelos escritores. En mis manos, en mis ojos, sobre la mesa, en mi falda, que no en mi computadora, estuvieron las páginas, versos y figuras de ancestros que ilustraban la realidad con una llaneza tan clara y agradable, a mi parecer, que supe con certeza que la abuela soy yo.
¿Qué dirán, si llegan aquí, lectores exigentes de perfección literaria en uso? Si llegan espero arrancarles suavemente una sonrisa benevolente de nietos escuchando cuentos de otra época.
Pues sí. Los cielos uruguayos son tan lindos y cambiantes que tan pronto se llenan de pequeñas nubecitas blancas y pasajeras que pasan apuradas, corriendo indisciplinadas, como se aburre en azul perfecto.
En el horizonte transparente de Piriápolis, cuando el sol se hunde lentamente en el mar impecable, las nubes esperan al oriente, respetuosas y niñas o sujetas con cintas oscuras hasta que les permitan pasar.
En ocasiones, nubes gigantescas de estructuras compactas y flexibles, cambian con asombrosa parsimonia y posan para las cámaras con arrogancia de diva que ofrece a cada admirador su mejor perfil.
Son estrellas, valga que son nubes, de los cielos de las cuatro estaciones. Ligeras cuando cirros, altas y frías.
Redondas, merengosas o rollizas cuando cúmulos. A veces lánguidas y llorosas nimbos. Deshechas en gasas desgarradas, líricas, como protagonistas de ópera, que se mueven lentamente en escena entre pianíssimos o como un grupo de bailarinas ligeras, gráciles, que salen rápidamente, casi levitando, del escenario. Escandalosas y tronantes cuando se atormentan y amenazan a los gritos que pueden fulminar a cualquiera. Y a ponerse a resguardo porque a veces en asonada, arrojan piedras sin ningún miramiento, donde caigan.
Entonces llega el viento, tenemos un Pampero recio, negociador y persuasivo firme, y las convence, por un tiempo, de que se vayan a casa.
El viento en Uruguay es otra historia. Pero todo lo perdonamos, tiempo al tiempo, porque es que son tan lindos estos cielos uruguayos, cambiantes, caprichosos y diáfanos hasta con nubes, que cuando en el cielo se cierra un telón nublado para cambiar el decorado y el vestuario y nos preparamos para un intervalo de lluvia en el espectáculo, yo espero disfrutando del aroma de la tierra mojada, de plantas empapadas y flores desmayadas, a que los pájaros vuelvan a decirnos que se descorre el telón y comienza un nuevo estreno azul y blanco y sol.
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