Este relato forma parte de un libro que todavía no es y que llevará el título – provisional – de «Solitarios».
Algún día todos los capítulos se van a encontrar, como células pequeñitas en busca de un cuerpo, y parirán un libro.
– ¿Qué hace Élida?
– Me llevo un poquito nada más, Padre. Le juro que necesito un frasquito más.
– Élida – dijo el Padre Carlos, sacerdote desde hacía varios años en la Parroquia del barrio – la semana pasada hablamos de no llevarse el agua bendita de la pila.
Élida bajó la cabeza y la levantó rápidamente para mirar a los ojos al Padre Carlos.
– Usté sabe que la necesito.
– No, Élida. Ya hablamos de cómo ser un buen cristiano y de los buenos católicos. Venga a las reuniones de la Parroquia los viernes a conversar con las otras señoras que ayudan con las donaciones de ropa y con la costura, el tejido, …
– No, Padre. Bueno. Vengo si quiere pero eso no lo va a sacar de la casa.
– Élida. No hay un fantasma que la mira desde la casa de enfrente.
– No me mira, Padre. Está ahí. Yo lo vi. Él no me vio. Yo le pedí a usté que bendijera mi casa otra vez como antes fue el Padre Antonio -que en paz descanse y Dios guarde su alma- y no fue.
Élida bajó la mirada y comenzó a dar la vuelta para irse.
– Élida, hágame caso. No hay un fantasma en la casa de enfrente. Rece en todo caso, para que esa pobre alma pueda marchar junto a Nuestro Señor.
El Padre Carlos le sonrió con benevolencia tocando el hombro de Élida. Élida regresó la mirada hacia los ojos sonrientes del sacerdote
– No entendió, Padre. No quiere irse de la casa. Esa casa es de él, por eso nadie la compra, nadie la tira abajo, nadie se mete a vivir ahí, ni gatos hay; ellos lo dejan tranquilo. Solo se meten los gatos cuando saben que se siente solo, entonces le andan un rato por ahí. Mi madre me contó la historia. Todo el barrio sabía que el viejo nunca dejó la casa. Estaba loco. Lo volvieron loco las barajas. No por apostar porque no salía ni a la puerta y no había estas porquerías de la interné. Mis nietos, bueno, el mayor juega al póker en la máquina; no sé cómo hace para pasar la plata, no juega mucho…
– Élida
– … me explicó pero no le entendí. El más chico me puso una máquina en casa y yo le escribo a mi nieta que está en Canadá, yo le conté, me manda fotos…
– Élida, no se lleve más agua bendita. Venga el viernes que todavía no está frío en la tarde y conversamos ¿sí?
– Chau, Padre. Que Dios lo bendiga
El Padre Carlos la vio irse. Luego se acomodó en uno de los bancos de la iglesia y entrelazó las manos. Pensaba en Élida y en la famosa “casa embrujada” del barrio. Le habían contado que al principio hubo un matrimonio sin hijos, por allá por los cuarenta del siglo XX. “Todos los barrios tienen alguna historia” -se dijo. “Lo raro que nunca la vendieran. Problemas de sucesión, lo más probable. El sótano enorme, la lechería, el tambo de la esquina, muy pintoresco, la caída de un techo que casi mata a unos obreros” – pensaba Carlos. “Folclore urbano. El loco que sobrevive a su propia muerte para seguir en la mortificación de tratar de resolver un juego de solitario. Estaría bueno investigar un poco. No creo que a la Iglesia le importe. Ni se enterarían. Lo que no entiendo es para qué necesita el agua bendita si “el fantasma” no sale de la casa. Doña Élida no le va a echar el agua. Si ni siquiera “el fantasma” sale de la casa menos va a cruzar la calle. Será para “limpiar” su propia entrada… Quién sabe. Estas señoras añosas… Cualquier día la voy a ver echando sal en la puerta para que no entren malos espíritus”
– No – dijo susurrando y sacudiendo la cabeza. Después se levantó y con una sonrisa se encaminó a la sacristía
Élida salió del frío de la Parroquia a la calle que dormía la siesta de otoño al sol. Caminó hasta la esquina. Cruzó la placita vacía, vetusta, con el pasto raleado en unos tristes canteritos, un par de bancos de material y un parche colorido y solitario de juegos nuevitos para niños. Pasó frente a la escuela llena de cientos de voces infantiles. Caminó otra cuadra pisando con cuidado entre hojas de árboles, evitando baldosas ausentes y caca de perro. Dio vuelta en la esquina. A media cuadra estaba su casa, con el sol calentando las ventanas de postigos largos y la entrada. Más allá, enfrente, en la vereda en sombra, la casa del viejo de las barajas. Se detuvo con las llaves de la puerta en una mano. Con la otra tocó el bolsillo del saco de lana que llevaba puesto para comprobar que tenía el frasquito de agua bendita. No había nadie. Cruzó. En un hueco en la pared, bajo las ventanas tapiadas de la casa del viejo, una gata había parido cuatro gatitos. Élida les llevaba comida y agua.
– No le tengan miedo al viejo. Ni se va a enterar si ustedes entran pero por las dudas… Y que me perdone el Padre Carlos, que con Dios ya hablé.
Élida sacó el frasquito del bolsillo y con un dedo acarició y bendijo cada cabecita gatuna.
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