Llovía a cántaros pero para qué esperar más. Paula tomó el paraguas y cerró el bolso. No iba a tomar un ómnibus. O tal vez sí.
Caminaría. No, mejor no. Un taxi. Se le hacía tarde. Miró el reloj. Las nueve y diez. Recién estarían abriendo los comercios. Repasó mentalmente la lista que tenía escrita en un block. La lista. ¿Dónde había guardado la lista? Tanteó los bolsillos de la campera. No. En el bolso. No lo abriría de nuevo. Faltaba que se le rompiera el cierre. Chau. Salió.
Llamó el ascensor. No venía. Estaba parado en algún lugar.
– ¡Ascensor!
Nada. Decidió bajar tres pisos por la escalera. Empezaba el día haciendo ejercicio.
Un taxi. Ni soñando. Con la lluvia. Además era lunes, todo el mundo llegaba tarde a trabajar. Los tres pisos le parecieron diez. Respiraba agitadamente.
Por fin llegó a la puerta del edificio que daba a la calle. Miró a través de los vidrios empañados. Alguien pasó luchando contra el viento y la lluvia llevando un paraguas, que se sacudía pero resistía, y una gabardina bastante mojada.
Paula suspiró. Hizo una mueca. Una gabardina… Tenía que encontrar la gabardina. Era su trabajo. Había conseguido que la contrataran como asistente de producción en una productora de cine y video comercial. Le venía bien. Era la forma de poder quedarse en Montevideo, en un lugar mejor del que tenía antes, seguir estudiando y no ser una carga tan grande para la familia que la esperaba en Treinta y Tres. En realidad la publicidad le interesaba bien poco, pero el sueldo era relativamente bueno. Le servía. Cierto que cuando se empezaba una producción había que salir a conseguir cosas para la ambientación o para el vestuario y no siempre era fácil. Hacía un año que estaba en esto. Por suerte podía seguir con su carrera. Su meta era ser veterinaria. Como otras veces, le habían avisado de la producción a último momento y, ¡todos a correr!
La lluvia no cesaba. Abrió la puerta y se lanzó en medio de la catarata con su paraguas plegable y bastante inútil. Caminaba.
«Gabardina amarilla, talle 54, de hombre, larga, con cinturón”- pensó. El director le había dicho que «no es difícil. Es una producción sencilla pero tenemos que cuidarla mucho. Hay pocos detalles pero son fundamentales.»
– «¡Sencilla! No sé para quién. No para mí, por cierto».
El Citroën 11 Ligero se lo había pedido al padre de un amigo de otro amigo que quedó en contestarle. Cuando llegara a la productora iba a llamarlo. Trataría de convencerlo para que lo prestara sin costo. ¡Pobre gente! No iba a sacar ni un peso por el auto. Solo se le agradecería y no muy efusivamente, para que «no fueran a creer que era muy importante”. Había toda una táctica al respecto que a Paula le había costado entender.¡En fin! Como sea, el auto casi estaba pero ¡la gabardina! Ya había llamado a media ciudad, a los importadores de ropa usada, a los vestuarios de los teatros, a los actores que conocía y a los otros también, al «Club Segunda Guerra- Amigos y Aliados», a los vestuarios de los canales de televisión, a Treinta y Tres para ver si el hermano podía hacer algo conectándose, a través de sus amigos con algunos abuelos venerables que pudieran haber traído una gabardina amarilla de sus pagos europeos. Nada. Preguntó si podría teñir una de color beige que consiguió y era el modelo pero no el tono.
– No agarra la tinta- le dijeron en la tintorería.
Caminaba rumbo a la zona de compra-venta de ropa usada sin muchas esperanzas. Cruzó. Dio la vuelta a la esquina. Se divisaban los carteles, algunos encendidos porque el día estaba bastante oscuro, otros se balanceaban con el viento. Ahí estaba la primera: «Los gatitos”. Le pareció una broma cruel a su carrera. Entró. El olor de naftalina le cayó encima.
– Buenos días, señora. Ando buscando una gabardina de hombre- dijo con su mejor sonrisa pero imaginándose a sí misma y viéndose ridícula.
– Y sí, tengo una buenísima, americana- dijo la mujer dirigiéndose a un perchero lleno de sobretodos, chaquetas, sacos variados.
– Es lógico – siguió mientras buscaba – con este tiempito.
– Amarilla,- dijo Paula como disculpándose – tiene que ser amarilla, talle 54, de hombre.
La mujer giró hasta enfrentarla.
– ¿Amarilla? Ah, no… Pero mire que no se usa. Hoy día se llevan beige clásicas o grises. Tengo una grande verde oscuro y creo que alguna marrón…Es difícil de combinar el amarillo. No, no tengo, nada, nada.
Paula sonrió bobamente. En realidad se lo esperaba. De otra forma hubiera sido un milagro.
– Gracias, señora, – dijo – muy amable. ¿Usted no sabe de alguien que pueda tener?
– No, no. Amarilla, no, no. Difícil – terminó, mientras la miraba con desconfianza y sin apartarse del perchero.
– Gracias, buenos días.
– Que tenga suerte, chica.
Paula salió. Seguía lloviendo. Caminó unos pasos y se metió en otro comercio.
– Buenos días…
El diálogo que se sucedió fue muy parecido al anterior y también sin suerte. A cada nuevo comercio que entraba repetía la letra como si fuera una canción, una retahíla. A las once y media de la mañana se dio por vencida. La situación la venció, y la dura realidad: no quedaba tienda de compra-venta donde no hubiera entrado. Los pantalones vaqueros ya habían absorbido toda el agua que podían. Se le pegaban a las piernas. Sentía los pies helados dentro de las botas de gamuza empapadas. La campera chorreaba. Le dolía el estómago. A las doce y treinta estaba fijada la reunión para ajustar los detalles. El comercial se grababa mañana. Todavía le faltaba comprar los claveles rojos. Eso era más fácil. Los compraría de tarde o de repente los encargaría para mañana temprano. No. Era mejor tenerlos esta noche. En el estudio de grabación hacía frío y no habría nadie hasta mañana. Claro. Los llevaría esta noche. Paula caminaba sumergida en sus pensamientos y cada tanto en los charcos de las veredas que eran imposibles de evitar. La lluvia cesaba de a ratos para volver a caer luego con renovados bríos.
– «Este trabajo es para locos. Parezco Indiana Jones, sorteando mil dificultades para recuperar una pieza valiosa. Tranquila, Paula, no divagues. Este es un trabajo como cualquier otro. Macanas, como dice el abuelo, puras macanas. Lo mío son los bichos, las vacunas, los baños, las garrapatas, las lombrices, las majadas, el campo, el bicherío inocente, no como alguna fauna que conocí últimamente”.
Se paró en una esquina a esperar un ómnibus con la secreta esperanza de encontrar un taxi libre. Se sentía insensible, le importaba poco la gabardina amarilla. Tenía hambre, frío y rabia mezclada con resignación.
– «Para peor no tengo auto, el de la productora no estaba disponible. Nunca tengo auto cuando lo necesito. Siempre llueve cuando no tengo auto y siempre llueve cuando tengo que salir a caminar para buscar algo que no encuentro o sea que cuando llueve no tengo auto y no encuentro nada. Hoy no me tendría que haber levantado. Tendría que estar estudiando para el examen. Mis libros, un mate…”- Eso pensaba cuando oyó una serie de bocinazos.
– Subí – le gritaron desde un auto rojo- Dale, subí que te llevo- le dijo el rostro sonriente de Patricia desde dentro.
Paula no lo podía creer. Patricia era la esposa del amigo y compañero de Facultad que a su vez tenía un amigo cuyo padre era dueño de un Citroën 11 Ligero. Patricia le hacía señas.
– Apurate que no puedo parar acá- dijo a través de la ventanilla baja.
Paula había perdido el habla que recién recuperó cuando se aproximó al auto. ¡Era increíble!
– ¿Cómo andás, Patricia? Me salvaste la vida… pero te voy a mojar todo el auto. Mirá cómo estoy – dijo mientras se acomodaba en al asiento delantero, colocaba el bolso en el piso y trataba de colocar en un rincón el paraguas chorreante.
– ¿Qué hacés? Parece que saliste de la ducha. Qué horrible ¿no? ¡Qué manera de llover!
Patricia arrancó el auto y se metió en el tránsito.
-¿Para dónde vas? – preguntó sin dejar de mirar al frente.
– Hasta la productora.
– Decime dónde es y de camino hablamos.
Paula le dio la dirección.
– Pensar que hacía tiempo que no nos veíamos, llamás a Alejandro por lo del Citroën y ahora te encuentro. ¡Qué chico es el mundo! Así dice siempre mi tía abuela Adelita. Bueno. ¿Y? ¿Qué contás? ¿Te arreglaste con aquel? ¿Te presta el coche el veterano?
– No sé – contestó Paula.-Espero que sí. ¿No sabés de nadie que tenga una gabardina amarilla, talle 54, de hombre?
Patricia se rió divertida y siguió
– ¡Qué lindo trabajo el tuyo! Alejandro me contó lo que hacés. En cambio yo, sigo en el yugo. Casada, con un laburo de mierda, aburrido. No pasa nada. Paso haciendo facturas, recibos, archivo. Casi tengo mi carrera abandonada…un desastre. Nada emocionante. En cambio vos, en la tele. Debe ser bárbaro.
– No tanto. No te creas.
– ¡Ay, no! Las cámaras, las luces…¡como en el cine!. Tiene que ser divertido. Sin horario. Sin tarjeta para marcar. Conociendo gente interesante. Alguna fiesta. Patricia hizo sonar la bocina.
– Mirá ese tarado. ¡Qué mirás, imbécil! ¿No ves que tengo prendido el señalero? Patricia sonrió burlona al espejo retrovisor. -Hay cada ansioso en la calle. La gente está loca.
Patricia dejó de hablar y Paula le agradeció desde su corazón que le permitiera descansar un minuto oyendo el rítmico sonido del limpiaparabrisas y mirando pasar, sin interés, las calles lustrosas, los autos brillantes y la gente aguada.
– La gente está loca. Claro que sí – pensaba Paula.-Si no ¿qué hace una estudiante de veterinaria que se supone debería estar estudiando para el examen de Biofísica empapándose para encontrar una gabardina horrible? Trabajar para comer. Trabajar para pagarme mi parte en el apartamento.
– Y no teniendo horario, te queda tiempo para estudiar y te podés acomodar para ir a clase de noche – arremetió Patricia.- Además te han de pagar ree bien. Y no tenés que cocinarte la cabeza pensando. Además estás en un ambiente de lo más divertido.
-“Mirame» – tenía ganas de decirle Paula. – «Alcanza con verme, mojada, helada, con las botas estragadas”.
-… en los canales de televisión, además. A propósito ¿el aviso de los buceadores y el tesoro lo hiciste vos?
– ¿El comercial del agua mineral? Sí, lo hicieron allá.
– ¡Ese, sí! – dijo entusiasmada Patricia. – Hay uno con unos ojos divinos.
– ¿Cuál?
– El morocho alto que aparece al final en el barco… que tiene un cuerpo…
– Ah… Gabriel… Nomeacuerdocuánto. No creo que te gustara.
– ¿Estás demente? ¡Qué no!- se rió y agregó en tono confidencial. -No le digas a Alejandro que me mata.
Paula hizo una pausa antes de seguir
-No creo que te gustara. Tiene novio.
-¡¿No?! ¡Qué desperdicio! Agarramos por esta a la derecha y salimos ¿no?
– Sí, bárbaro. En la segunda doblá otra vez a la derecha. No sabés cómo te lo agradezco.
– Por favor. No me costó nada. Llego bien de bien a la oficina.
El auto se detuvo frente a una coqueta entrada. Patricia miró con una sonrisa amplia el lugar. Los ojos y la cabeza se le llenaron de fantasías.
Paula entreabrió la puerta del auto. Casi no llovía.
– Gracias -dijo. Se saludaron con un beso. Paula salió y desde afuera tomó el bolso y el paraguas. Sentía el pelo pegado a la espalda de la campera. Antes de cerrar, oyó la voz de Patricia.
– Una cosa…Si necesitás a alguien para un aviso acordate de mí. Es capaz que necesitan alguna cara desconocida.-Patricia exhibió su más vendedora sonrisa y levantando las cejas insistió con dejo musical- No te olvides.
Paula respondió que no moviendo la cabeza. Cerró la portezuela y le hizo adiós con una mano. Vio cuando el auto de Patricia arrancaba, dio media vuelta y tocó timbre esperando delante de la reja cerrada. Sin preguntar le abrieron electrónicamente.
– Hola, Pauli. La reunión se adelantó. Hace rato largo están todos. Están en la oficina del fondo. No te preocupes, están contando anécdotas y taradeces. Pidieron almuerzo. Mientras comen van a conversar. ¡Cómo estás!
– Hola, Sabrina. Me voy a cambiar. Avisales, por favor, que ya voy.
– Otra cosa, Pauli, Serrana no viene. Me pidió que te encargues en la reunión.
Sonó el teléfono y Sabrina corrió a la recepción a atender la llamada. Serrana era la directora de producción.
– «Te faltaba eso, Paula» – pensó. – «Arreglate sola».
Paula entró al baño. Sacó del bolso unos zapatos, medias, una pollera, una blusa y un saco. Junto con el saco salió el block con los apuntes y cayeron unas llaves, un estuche de lentes y un bolsito con cosméticos.
– «¿Cómo les digo que no encontré nada todavía?» – pensaba Paula mientras recogía lo caído. Se vistió mirándose al espejo.- «Estoy hecha un asco. Me hace falta una ducha caliente y una cama. ¡Una siesta!» – suspiró.
Guardó la ropa mojada en el bolso y lo acomodó en un rincón. Se recogió el cabello y salió del baño.
– Sabrina, pedime al bar un olímpico y un refresco diet cualquiera. Voy para el fondo. Paula se encomendó a su ángel y entró a la reunión.
– … un zarpado, el pinta…- estaba diciendo el creativo de la agencia de publicidad al director del comercial mientras el otro creativo y un muchacho más a quien Paula no conocía, festejaban con risas.
– ¿Cómo están? – dijo suavemente Paula. Saludó a todos con un beso y se sentó al lado de Arturo, el director.
– Paulita, ¿cómo estás? ¿Cómo te fue?- preguntó Arturo. Antes de que Paula contestara siguió.- Se nos complicó un poquito la cosa. Tenemos algún problemita.
Paula trataba de no dejar traslucir su inquietud.
Sonó el teléfono que había sobre la mesa. Paula atendió.
– ¿Pauli? Sabrina, perdoname. Llamó un señor. Yo le dije que estabas en una reunión. Me dijo que era el dueño de un Citroën. Que era el padre de alguien. Que te quedes tranquila que él no tiene problema. Dejó un teléfono. ¿Te lo paso?
– No. Luego me lo das. Gracias. Cuando colgó estaba un poco más segura de que su ángel había regresado.
– Disculpen. ¿Qué me decías, Arturo?
– Tenemos algún contratiempo. Me decía Juanacho que el modelo que tiene que venir de Buenos Aires no tiene pasaje para mañana. Conseguiría recién para pasado en la tarde.
– Tenemos el tema del feriado que nos partió por el medio – agregó Juanacho que había resultado ser el muchacho que Paula no conocía y que empezaba a caerle simpatiquísimo.
– ¿Cuándo se grabaría entonces? ¿El jueves?- preguntó más animada Paula.
– Confirmaríamos.
– Mando hacer la gabardina- pensó Paula – ¿Cómo no se me ocurrió antes? Alguna tela parecida voy a encontrar.Y siguió Felipe
– Otra cosa. Cuando trabajamos la pieza en la agencia se nos ocurrió la gabardina amarilla porque yo me la traje de París cuando vine del festival… Como chiveo, la traje y la dejé en la agencia como decoración en mi oficina. Vos sabías esto. Yo, sin drama en prestarla para la producción.
Paula estaba a punto de desmayarse. ¡Cómo nadie le dijo que no buscara la gabardina! Quería asesinar a alguien pero no sabía a quién. Si Serrana sabía iba a matarla. Si era Arturo el que no había dicho nada… No importaba. ¡Gracias, ángel! Más vale tarde que nunca. Tengo gabardina amarilla y Citroën negro. ¡Bingo! El calor volvía al cuerpo de Paula.
– ¡Qué lástima! Te juro que no lo puedo creer – acotó Arturo.
– Bueno, hay que tomarlo con calma – dijo Paula pensando en cuánto la beneficiaba la postergación.
El mozo entró con una bandeja con los almuerzos. Repartió a cada uno su pedido: pollo y papas fritas, milanesa con puré, costilla con ensalada y el olímpico para Paula, refrescos y cerveza. Paula saboreaba el sándwich y pensaba en la tarde de hoy. Iba a acostarse a dormir la siesta. De noche venía Marcos a comer y a lo mejor salían a dar una vuelta. Sin estrés era más lindo estar con Marcos. Ya sentía ganas de besarlo, de estar juntos. Todo resuelto: gabardina, auto, claveles, modelo, estudio, avisar a la gente del cambio, eléctricos, camarógrafo, editor. Paula gozaba la planificación de las tareas cuando era tan clara como esta.
– Bueno, – dijo Arturo, que comía rapidísimo como si siempre estuviera apurado y ya estaba llegando al final del almuerzo – ahora a lo nuestro.
– Bien, la cosa es así. Tuvimos reunión con el cliente. Le dijimos del tema del modelo y la postergación – habló Felipe.
– Después le presentamos los bocetos de arte y ahí se pudrió todo.
Paula terminaba el vaso de refresco. Quería irse rápido. Se sentía de muy buen humor. Si habían tenido problemas con el presupuesto no era de su incumbencia.
– Yo creo que el error fue bocetar. Ya sabemos que es un cliente durísimo – dijo Juanacho.
– Si me disculpan, tengo que irme – intervino Paula.
– No, quedate – pidió Felipe.- Es importante que te quedes.
– Anda, Paulita. Andá y descansá – intercedió Arturo rápidamente.
– Gracias. Nos vemos.- Paula salió de la reunión. Se sentía feliz. Recogió el bolso que había dejado en el baño y el paraguas. Pasó por la recepción y le dijo a Sabrina mientras la besaba efusivamente.
– Me voy. ¡Me voy a dormir la siesta! No puedo creer que tenga todo. Voy a llamar a Marcos. Si no es importante no me llames, please.
Paula salió del edificio. No llovía. Tomaría un taxi para llegar antes. Mañana de noche podría ir a clase. Luego llamaría a Rosana para ver si conseguía los apuntes que le faltaban. Sonreía. No lo podía creer.
– ¿Por qué no le dijiste?- preguntó Felipe.
– Dejala, pobre – respondió Arturo. – Después le pido a Serrana que la llame. Es macanuda. No podía decirle que el cliente dijo que el Citroën negro le parecía nazi y el protagonista de gabardina amarilla le hacía acordar a Dick Tracy.
– Debiste decirle. No le va a dar el tiempo. A menos que haga magia, la gabardina negra que quiere el cliente a lo mejor la encuentra pero el Citröen amarillo ¿de dónde lo va a sacar?
Para «Escenas – 12 relatos con mujeres» – 1997
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