– Me quiero divorciar – dijo Isabel repentinamente.
Magdalena no terminó la frase en la que estaba contando de un unipersonal divertidísimo que había visto la semana pasada. Quedó callada. La sonrisa y el entusiasmo dieron paso a la consternación. Hizo una pausa mientras sostenía la mirada de Isabel.
– ¿Qué? – preguntó con extrañeza.
– Me quiero divorciar – contestó Isabel como si fuera evidente.
– ¿Qué decís?
– ¡Me- quie-ro- di- vor- ciar !
– Y me lo decís así… así… – Magdalena no salía de su asombro. Con los ojos bien abiertos, tardó algunos segundos en parpadear y aflojar el cuerpo que sin pensarlo, había tensionado.
El bullicio del shopping las envolvió. Ahí estaban las dos, sentadas frente a frente. Las separaba una mesa sobre la que había un vaso alto con jugo de naranja a medio tomar del que sobresalían dos pajitas, un pocillo de café vacío, un servilletero y un platito blanco lleno de migas. La música de moda que sobrevolaba el lugar pareció cobrar más fuerza al caer en el hueco de la conversación. Las dos mujeres se miraban. Isabel mostraba un cierto aire desafiante. A Magdalena, en cambio, la duda le ensombrecía el semblante.
Isabel preguntó, con un gesto, qué pasaba.
Deliberadamente, Magdalena lo pasó por alto, se irguió en el asiento y llamó al mozo. Se quedó mirándolo hasta que estuvo junto a la mesa como si fuera lo único digno de atención en aquel momento.
– Otro café, por favor. En taza – dijo.
El hombre asintió y miró a Isabel quien respondió
– Está bien así, gracias. Pero tráigame un cenicero, por favor.
– Ah, para mí, edulcorante – agregó Magdalena
– Como no – dijo el mozo y se llevó el pocillo vacío y el platito.
Magdalena tomó una servilleta de papel y se dispuso a doblarla prolijamente por la mitad… luego en cuartos… en octavos… como si fuera una tarea urgente e imprescindible.
– Y… ¿por qué? – preguntó luego de un suspiro, de controlar que la tarea hubiese quedado perfecta y mientras marcaba los dobleces con las uñas.
– Porque no aguanto más – susurró Isabel sin emoción
Magdalena observaba la servilleta doblada. Luego comenzó a hacerla girar entre los dedos.
– ¿Nada más?- dijo estrujando el papel hasta hacer una bolita.
– Nada más.
– ¿Y ahora?
– Nada. Se acabó. – susurró nuevamente Isabel con una calma estudiada que sabía poner en práctica cuando creía necesitarlo.
Magdalena detuvo el jugueteo y levantó la mirada.
– ¿Cómo se acabó? ¿Cuándo se acabó? ¿Por qué? – preguntó.
– Acabándose, desde hace tiempo, porque era inevitable – Isabel subrayó cada respuesta.
Magdalena se mordió el labio inferior. Tiró el papelito manoseado sobre la mesa con un gesto de cansancio. Se echó atrás en la silla.
– No te entiendo – dijo luego de algunos segundos.
El mozo llegó con el café y el cenicero. Los dejó sin que las mujeres lo miraran.
– Gracias- dijo mecánicamente Magdalena.
– Me preguntaste cómo y yo te contesto: acabándose, me preguntaste cuándo…
– Ya entendí eso – cortó Magdalena duramente. Y prosiguió
– Lo que no entiendo es… es… – titubeó, sin poder explicar bien qué era lo que no entendía. Finalmente miró a Isabel, se acercó a la mesa y descansó sobre ella los brazos cruzados. Agregó con firmeza
– ¿Estás loca o me tomás el pelo? Vos hacés estas bromas. Te juro que creí…
Isabel negó lentamente con la cabeza y frunciendo los labios. Luego desplegó una sonrisa entre irónica y triste y dijo
– No va más. Me tiene podrida. No lo aguanto. No me importa. Estoy segura de que no le importo. ¿Te molesta que te cuente?
– No, claro que no. No, no…
– ¿Entonces…? Quiero saber qué decís, Magu.
Magdalena se dio tiempo antes de contestar. Abrió el sobrecito del edulcorante y echó dos pastillas en el café. Lo revolvió sin apuro al tiempo que Isabel prendía un cigarrillo.
– Mirá, Isabel… no es tan sencillo… Tal vez deberías darte tiempo para pensar…
Magdalena hablaba con la mirada baja, perdida sobre un punto muerto; recitaba un pobre lugar común.
– Ya lo pensé – fue la lacónica respuesta de Isabel.
– Hay cosas que… no sabés… que yo…- titubeaba Magdalena
– ¿Y vos sí, Magu? ¡Qué podés saber! Vos siempre bajo el ala protectora del mismo marido.
– Hay que estar preparada… una decisión así…. no es fácil…
– No tengo miedo. No te preocupes. – Las palabras salieron de Isabel perfectas, limpias, frías.
– Claro, – siguió Magdalena como pensando en voz alta – sos vos la que se divorcia… yo no.
– Creí que te iba a caer mal, pero no para tanto, Magui
– ¿Y por qué me lo contás a mí ?
Isabel enarcó las cejas.
– No te conté mucho – dijo – pero lo consideré obvio siendo mi hermana.
– Viniste a buscar mi aprobación.
– Error otra vez, Magda. Si me conocieras un poco sabrías que no busco la aprobación de nadie.
– Sí, eso es cierto. Isabel, la rebelde, siempre fue agresiva. Siempre hiciste lo que te dio la gana. Y siempre caiste parada.
Isabel se rió e inclinando de lado la cabeza miró a Magdalena. Habló suavemente
– No lo puedo creer, – dijo – no puedo creer.
Y agregó con sonriente resignación
– Yo sabía que esto iba a pasar. Magdalena, yo sé que esto es muy incómodo para vos. Si yo fuera una amiga y no tu hermana, no te fastidiaría tanto ¿no?
– No, no es eso… No entendés… No estoy fastidiada.
– Sí, estás fastidiada. Yo te conozco, Magdalena. Pero no hay problema. Pensalo así. Yo siempre fui la problemática y vos la coherente. Yo fui una estudiante mediocre, cambié varias veces de trabajo y de pareja.
– ¡Terminá, ¡no entendés! No mezcles las cosas.
Magdalena había hablado con seriedad y mirando directamente a Isabel que respondió
– Me parece oir las mismas voces de mi adolescencia: «No traigas más problemas, Isabel. Siempre la misma, Isabel.»
– ¿Qué te pasa, Isabel?
– ¿No entendiste? La «oveja negra» siempre fui yo. ¿Quién se hacía la «rabona» en el liceo, vos? No. ¿Quién quedaba siempre debiendo materias? ¿Quién no terminó nada de lo que empezó? ¿Vos? Esto es nada más que algo que también y una vez más queda sin concluir. No vivieron dichosos, ni fueron eternamente felices ni comieron perdices.
Magdalena hubiera querido decirle tantas cosas pero al fin no dijo ninguna de las que hubiera deseado.
– Calmate – dijo – estás enojada contigo, no conmigo.
– No juegues a la psicóloga. La terapia me la puedo pagar. – Isabel fumaba con una cierta ansiedad.
Magdalena se acomodó en la silla. Pasó una mano por su frente. La sintió húmeda.
– No sos la única que tiene problemas – dijo. – El mes que viene voy para San Pablo; una semana.
– Ya sabía. Me lo dijo mamá. Estoy enterada. ¿Y…? – Isabel hablaba mirando el cigarrillo.
– Carlos se queda con los nenes. Las abuelas van a dar una mano.
– Si querés yo también puedo – agregó Isabel sin mucha convicción
– Tengo miedo – dijo Magdalena con voz ahogada
– ¡¿Cómo?! – exclamó Isabel suavemente. Apagó el cigarrillo lentamente.
– ¿De qué tenés miedo, Magda? No es el primer congreso al que vas. Es relativamente cerca.
– Tengo miedo de no volver.
– ¿Qué puede pasarte? No seas fatalista.
– ¿Y si no vuelvo? ¿Si no puedo volver? – Magdalena miraba titubeante a su hermana.
¿No volver? No volver. ¿Por qué? Las palabras de Magdalena habían desatado en Isabel un torrente de pensamientos confusos. Magdalena nunca había tenido miedo, ¿o sí? Parecía siempre tan segura, tan serena, tan sensata. Entonces, ¿qué? Empezaba a entender aunque le resultaba difícil creerlo. Era imposible. Magdalena, no. Magdalena había sido siempre tan predecible. Una vida ordenada. Nada fuera de lugar. Todo en ella era prolijo,convencional, estable. Era la mujer perfecta. Luego de un título universitario, una libreta matrimonial, un marido tranquilo, trabajador, hijos, madre, suegra, trabajo…
– ¿Qué querés decirme, Magda?
Magdalena levantó la mirada pero miraba sin ver.
– No sé si el divorcio es lo mejor. Ha de ser muy difícil tomar una decisión así – dijo.
– Pero no imposible – devolvió rápidamente Isabel.
– Claro. En esto, no tener hijos es una ventaja. Vos no tenés hijos.
– Y también es una ventaja ser una cabeza hueca como yo ¿no?
– No, Isabel. Yo nunca te consideré cabeza hueca.
Magdalena hablaba mecánicamente, con una calma rara, sombría, forzada, que hizo que Isabel deseara tomarle las manos, sacudirla o gritarle. Pero no hizo nada. Solo escuchaba y pensaba.
– Claro, – siguió Magdalena – el que siempre fue irreverente, independiente, audaz, extravagante…
– Esa no soy yo, Magda. Y vos no sos. No sé de quién hablás.
– Sí, tuviste errores pero en vos se permitieron. Te dejaron equivocarte.
– Entonces, vos que sos más inteligente que yo te vas a permitir equivocarte. Te vas a dejar un poquito libre. Abrite la jaula y volá un poco. Ejercitá las alas. Y después, si querés regresá.
Magdalena pareció volver a la realidad, miró el reloj, como quien despierta de un sueño o como quien, impulsado por un clima circunstancialmente propicio, hubiera hecho una confesión apresurada y quisiera borrarla y huir. Se aclaró la garganta.
– Isabel, tenemos que hablar… pero no ahora.
Magdalena tomó la cartera, sacó un monedero, miró la cuenta y dejó dinero sobre la mesa. Mientras lo hacía dijo
– Te llamo mañana. Tengo que irme. Perdoname. Vamos a seguir charlando. Y añadió con una sonrisa profesional
– Es bueno de vez en cuando.
Mientras terminaba de ponerse la chaqueta agregó seriamente
– Te pido, Isabel que no hagas nada de lo que te puedas arrepentir. Pensá antes de actuar. Otra separación…
Isabel la miró y retrucó con una delicadeza especial
– Te pido que hagas cosas de las que te podrías arrepentir. No pienses tanto.
Se despidieron con un beso que ambas apretaron en la mejilla de la otra.
– Hasta mañana.
– Chau.
Isabel se quedó mirando a su hermana que se alejaba en el corredor, perdiéndose entre la gente. Hizo una seña al mozo.
– Le pago – dijo
El mozo observó el tiquet y el dinero que Isabel le daba.
– Está bien así, gracias.
– Gracias, señora.
– Disculpe ¿usted es casado?
Al hombre lo tomó por sorpresa pero contestó rápidamente en tono divertido
– Tengo nietos.
– ¿Es feliz?
– Feliz…no sé. Ya no pienso. Mire, después de treinta y tantos años…- añadió con gesto divertido
La mirada del hombre y la expresión del rostro hicieron reir suavemente a Isabel. El mozo agregó con una sonrisa simpática
– Pero no me quejo, podía haber sido peor. Disculpe, señora, me llaman.
Isabel se colgó la cartera al hombro, se puso de pie y salió del local al corredor, a sumergirse en la corriente humana, turbulenta y desordenada de un shopping al caer la tarde. Sonreía. Por alguna razón, sonreía.
Para el libro “Escenas – 12 relatos con mujeres” – 1997
Muy buen relato, creo que describe a la perfección la importancia de tomar decisiones desde el amor a una misma, a pesar de que no siempre sean las más sencillas. Espero que Isabel pueda ser feliz, al igual que todas las mujeres que se han visto en la misma situación.
Yo también escribo relatos románticos, espero mejorar y hacerlo tan bien como tú. Saludos.
Gracias. Voy a entrar a tu sitio