Enero. ¿Seguirán las niñas queriendo parecerse a sus mamás? Y que los abuelos siempre sean cómplices.
«Caras y romances.» Mariana pasó la hoja.«Los clips más vistos.» «Ámame. El nuevo éxito de…» Cerró la revista. La puso sobre su pecho y sobre ella apoyó las manos entrelazadas. Se quedó unos segundos así, quieta, acostada boca arriba en la cama de su habitación, mirando el techo blanco. No tenía ganas de levantarse y tampoco de estar ahí. Tampoco quería pensar. Hubiera deseado estar lejos pero estaba en su casa, aburriéndose sola. Su madre no la dejaba salir sin avisarle y por otra parte, ¿adónde iba a ir? Su mejor amiga, Fernanda, había salido con la tía y los primos. Otra amiga cerca no tenía. Pondría la radio. No. Mejor escuchar un casete…ver la tele… jugar en la compu… ¿Por qué sería que la hora de la siesta era siempre tan aburrida? A lo mejor cuando volviera su madre iban un rato a la playa. Cerró los ojos aunque no quería dormir. Un suave soplo caliente entró por la ventana, recorrió el dormitorio y escapó por la puerta entreabierta. Desde afuera llegaban voces de chiquilines, gritos, risas, silbidos, pelotazos… Un perro ladraba. En la casa de al lado alguien bajó una persiana. La madre de Ignacio y de Manuel les ordenó entrar «… que el sol está muy malo a esta hora».
De a poco, la calle se fue quedando sin palabras para llenarse del sonido del viento entre los árboles frondosos y pequeños crujidos de madera reseca. Ya no había ladridos.
Se acordó de cuando vivía en la otra casa y siempre se escuchaba cómo pasaban los autos, los camiones, las ambulancias…Entonces no la dejaban jugar en la calle y tenía que esperar al domingo para andar en bicicleta por la vereda. La bicicleta rosada con las rueditas atrás:; se la habían dejado los Reyes. Había aprendido a andar con papá. Era lindo ser chico. A veces le gustaba ser todavía una niña y sentía unas ganas muy fuertes de jugar con sus muñecas. Pero jugar ya no era igual que antes. La magia ya no estaba y a veces, le daba como vergüenza. ¡Qué iban a pensar de ella! Con todo, de repente se encerraba en el cuarto y sin que la vieran sacaba de una bolsa de nailon guardada en el fondo del placard las últimas muñecas que hace tiempo le habían regalado y sentía una cosa… le gustaba y a la vez se ponía triste, tan triste. Tener muñecos de peluche, sí. Todas tenían. Eran un regalo corriente. No estaba mal. Mañana era el día de Reyes. Antes escribía cartas a Melchor, Gaspar y Baltasar. ¡Qué lindo era despertarse temprano y correr a ver qué había en los zapatos! Todavía era lindo recibir regalos pero no era igual. Antes estaban papá y mamá. Antes de que se separaran. Sabía que ella en eso no tenía que ver y que no era culpable, aunque al principio lo había pensado muchas veces y otras tantas le habían explicado que la querían mucho pero que cada uno debía seguir su camino para ser feliz y sentirse mejor. Ella también quería ser feliz y también los quería a los dos pero secretamente los imaginaba juntos. No iba a casarse, nunca, ya lo tenía decidido.
Abrió los ojos. Dejó la revista en el piso y se sentó en la cama con las piernas recogidas. Se acomodó el cabello con ambas manos. Necesitaba algo para sujetarlo en una cola. Hacía calor. Se levantó. Dio un paso hasta el placard. Corrió una puerta y abrió un cajón donde guardaba una multitud de cosas: invitaciones viejas de cumpleaños, unas fotos de anteriores grupos de la escuela, lápices, una caja pequeña de madera que le había regalado una de las abuelas «para tus cositas», con caravanas, anillos y colgantes, por otro lado, boletos de ómnibus, una libreta con números de teléfono, algunos recuerdos de fiestas, un par de guantes de cuando era chiquita, una bolsa de nailon con caracolitos y piedritas de veranos pasados, mazos de cartas españolas y francesas, una flauta dulce y esas postales que su papá le había enviado desde Brasil algunos años atrás. Allí estaba el broche azul grande, dos vinchas, un colero elástico rojo…Revolvía todo aquello sin piedad, con premura.El cabello lacio, castaño y sedoso caía a los lados de la cara aunque ella se empeñara en tirarlo hacia atrás. De repente los ojos de Mariana aparecieron dentro del cajón flanqueados por un peine y unas llaves viejas enhebradas con lana amarilla. Sonrió y mientras con una mano apartaba lo accesorio con la otra levantó un espejo de forma circular y de tamaño no mucho mayor que la palma de su mano. En otro tiempo había tenido un mango y el revés había lucido unas florcitas de colores vivos sobre el fondo rosado pálido. Quedó mirándose. Ese espejo había venido en un juego que le había comprado su padre cuando tenía siete u ocho. Cuánto hacía que no lo veía. Era tan lindo. Traía además un cepillo, un peine, un lápiz de labios que pintaba de verdad y un collar de cuentas de colores. ¿Dónde estarían todas esas cosas?
El teléfono sonó en el comedor. Mariana dejó el espejo sobre la cama y se dirigió a atender.
– Hola.
– ¿Nani? Mamá, habla. ¿Cómo estás?
– Bien.
– ¿Qué estás haciendo?
– Nada.
– Quería avisarte que voy a llegar más tarde. Como a las siete o siete y media.
– Dijiste que a lo mejor íbamos a la playa.
– Pero no puedo. Un cliente me llamó que tiene un problema con la DGI y necesita que lo asesore.
– Tá.
– Nani, otra cosa. ¿Fue Esther?
– Sí.
– ¿Limpió lo que le pedí?
– No sé.
– ¡¿Cómo, no sabés?! ¿No estabas ahí?
– No sé. Yo estaba mirando la tele.
– ¿Te bañaste?
– No. Me baño después. Pensé que íbamos a ir a la playa…
– A lo mejor vas mañana. Papá llamó. Te va a pasar a buscar de tarde para ir a lo de la abuela Elsa.
– ¿Y a qué hora voy a ir a la playa? ¿Y si vamos de mañana?
– Pero mañana es día de Reyes.
– Por eso…no trabajás…supongo.
– Bueno, después hablamos.
– Ya sé que no vamos nada.
– Mirá, Mariana, entendé. Ahora tengo que cortar. Si querés agarrá plata del monedero de la cocina y comprate unos bizcochos. Tomá la leche. Tené cuidado en la calle. Cerrá bien cuando vayas a la panadería y cerrá después.
– Ya sé. Todos los días me decís lo mismo. ¿Te creés que soy idiota? No soy una enferma.
– No. Pero sos chica todavía. No abras la puerta a nadie.
– Bueno. Si viene el Tata lo dejo afuera.
– ¡Muy chistosa! Un beso. Tené cuidado.
– Chau, ma. No demores. Me embolo acá sola.
– Hablá bien, Mariana. No te cuesta nada. Hasta luego.
– Ché, ma: si veo a Fernanda ¿puedo ir a la casa?
– No sé, mi amor. Prefiero que vayan para casa. Chau, chau. Beso.
– Chau
Mariana colgó y regresó a su dormitorio. Se detuvo en la puerta. El placard abierto y el cajón salido. De la cama, colocada contra una de las paredes, caía la colcha arrugada. En esa misma pared, sobre la cama, tres estantes con libros, casetes y compactos y algunos muñecos de peluche. En el piso, una ojota, revistas y almohadones, el walkman, el radiocasetero, el reloj de pulsera y una portátil sobre la mesita de luz en un equilibrio en apariencia imposible. En una esquina, una mesa para computadora con el monitor y el teclado y una silla de madera plegable en cuyo respaldo esperaban las dos piezas de un traje de baño estampado y un bolso de tela lleno de cosas.
– Antes de que llegue mamá, arreglo – pensó Mariana. Sacó el colero rojo del cajón y se recogió el cabello. Se sentó con desgano en el borde la cama y la mirada encontró el reflejo claro y fresco del espejito del mango roto. Mariana lo tomó y se encontró en él. Hizo una mueca y le sacó la lengua. Después se observó la piel del rostro buscando acné.
– Podría maquillarme.
Caminó hasta el baño. Buscó en uno de los cajones del mueble junto al lavarropas el estuche de cosméticos de su madre. Abrió el cierre y desparramó todo. Base líquida en dos tonos, colorete, rimel, delineador, una cajita de sombras compactas, algunas en barra, otras en pote, una crema para párpados, dos cepillitos y una pinza de cejas, tres o cuatro lápices labiales claros y oscuros, brillo líquido para labios, polvo compacto, una bolsita con motas de algodón, un pequeño frasco con demaquillante, brochas para maquillaje entre otros artículos. Mariana eligió con cuidado qué iba a usar y lo agrupó apartado de lo demás. Giró y se enfrentó al espejo del botiquín. Se maquillaría como Federica Cose, la top model argentina que salía en todas la revistas. Casi la veía en el espejo.
Un poco de base para parecer bronceada…
Delineador para párpados…
Color en las mejillas…
Delineador de labios, lápiz labial… este:«Hotsand»
Se miró de frente y luego, acomodando las alas laterales del botiquín, se observó de perfil. Faltaba acomodarse el cabello. Con esmero, luego de soltárselo, lo cepilló hasta desenredarlo por completo. Cada tanto lo acariciaba todo a lo largo desde la coronilla. Le gustaba sentirlo suave al tacto, también cuando lo llevaba suelto y le rozaba la espalda o hacerlo balancear a un lado y otro cuando lo llevaba atado en una cola o después de lavarlo cuando quedaba como encerado y goteante aunque su madre insistiera en que debía secarlo con secador. Agitó la cabeza moviendo la melena y la acomodó de manera que algunos cabellos vinieran sobre la cara. Inclinó el mentón, entrecerró los ojos y frunció los labios buscando una pose fotográfica. Luego buscó otras. Recogía y soltaba el cabello, alternando el uso del colero para hacer un moño, una cola alta, una cola baja… Faltaba algo. La camiseta blanca y el short con florcitas no pegaban, ni tampoco los championes bordados.
Entró al cuarto de su madre. Estaba fresco y en sombra con la persiana casi baja. Flotaba, casi imperceptible, el perfume de ella. Abrió el placard y buscó en los estantes. Parada en puntas de pie trataba de encontrar algo. Luego miró en el colgador. Chaquetas, polleras, blusas… La otra puerta. El vestido negro de fiesta…la blusa de encaje… ¡esa! La descolgó y tiró sobre la cama. La pollera negra del tajo largo… ¡esa! Zapatos. Abrió un cajón de abajo. Sandalias. Las más altas.
Cerró la puerta del cuarto para poder verse en el espejo largo que colgaba detrás. Se quitó la camiseta y rápidamente, para no ver que sus senos no habían crecido tanto como hubiera deseado, se puso la blusa. Desabrochó el pantaloncito que cayó a sus pies hecho un montón sin forma. Luego se enfundó en la pollera que le llegaba casi a los tobillos. Por el tajo hizo asomar una pierna. Se descalzó sin desanudar los cordones y ayudando un pie con otro. Caminó y se sentó en la cama para ponerse las sandalias. Era difícil caminar y se resbalaba un poco en el piso encerado.
Abrió el primer cajón de la cómoda y sacó de una caja de madera unas caravanas doradas y el anillo que le gustaba, el que era un aro con piedritas brillantes.
Se miró en el espejo. Desplegó una ancha sonrisa y echó la cabeza hacia atrás con risa inaudible. Avanzó y retrocedió. Dio una vuelta. Bailó al compás de una música interior.
Flashes de fotógrafos, aplausos… En su cabeza oía: «Mariana Martínez nos acompaña en esta noche. La modelo que es la novia de…» Se detuvo. ¿De quién podía ser la novia?
– Ya sé. Del tipito morocho que hace de bueno en «Más allá de ti.»
Cerró los ojos para besarlo… Desde el living llegó, débil, la campanilla del teléfono. Mariana Martínez salió del cuadro del espejo y desapareció.
Caminó insegura y medio tambaleante hasta llegar a atender.
– ¿Nani? ¿Qué pasó que no atendías? ¿Estabas durmiendo?
– No, ma. Estoy despierta.
– Escuchame. Yo ya liquidé acá y la persona que iba a venir no viene. Me llama esta noche a casa.
Mariana se miró. Las mejillas se le acaloraron bajo el colorete y el corazón comenzó a latirle más rápido.
– ¡Hola! ¿Mariana? ¿Oís?
– Sí.
– ¿No decís nada? Tenía pensado que fuéramos al shopping a dar una vuelta. A lo mejor elegís algo… Podemos tomar un helado… o de repente salir cuando esté más fresquito, más tarde. ¿Qué decís?
– Bien… bárbaro… ¿ya venís para acá?
– Sí, claro. Tardaré como siempre, tres cuartos de hora, más o menos. Cuando yo llegue nos bañamos y salimos… Bueno, cuando llegue, vemos. Andá bañándote ahora, si querés. Hasta luego, mi amor.
– Sí. Tá. Pero…no te preocupes, no vengas corriendo. Mirá que yo estoy bien y además hace calor para salir temprano. No te apures…
– ¿Está Fernanda ahí?
– No. ¿Por?
– Nada. Tené cuidado. Chau, Nani.
-Chau.
Mariana colgó. Miró el reloj sobre una biblioteca en el living. Tenía poco tiempo.
– Si no arreglo, me mata.
Caminó lo más rápido que pudo, tambaleando sobre los tacos, hasta el dormitorio de la madre. Antes de que llegara sonó el timbre de la entrada. Quedó paralizada pero reaccionó al instante.
_»¡Qué idiota!- pensó – Mamá no puede ser. ¿Será Fernanda? Ojalá. Así me ayuda.»
Regresó hasta la puerta diciendo en voz alta antes de llegar
-¿Quién?
– El Tata, Nani. Abrime.
-«¿Y ahora?» – pensó. – «No lo puedo dejar afuera. Le digo que me estoy bañando… que espere.»
Mariana se miró: las sandalias, la pollera, la blusa… pero ¿el maquillaje?
Sonaron tres golpes en la puerta.
– Nani…
– Voy…
– Nani, ¡qué pasa!
– Te abro.
Mariana se mordió el labio inferior, cerró los ojos, se sacó las «mentiras» de los nudillos, soltó con fuerza el aire de los pulmones y tomó el picaporte. Abrió.
El abuelo iba a hablar pero se detuvo. Se observaron en silencio. Por fin, el abuelo sonrió y mientras cerraba dijo
– Hola, Cristina. ¡Qué cambiada estás! Te estás pareciendo mucho a Mariana, tu hija.
– Abuelo… yo estaba jugando…
– Y está bien. Lo único es si tu madre te deja que te pongas la ropa de ella… y que te pintes…
– Tata…yo estaba aburridísima.
– Me imagino. Yo te iba a invitar a ir a la playa, si tu madre te deja.
– Me voy a cambiar.
– Yo no tengo apuro.
– Esperame.
– Andá tranquila que no me voy.
Mariana regresó al dormitorio de su madre y cerró la puerta. El espejo le devolvió su imagen. Federica Cose había vuelto a las revistas y la famosa Mariana Martínez ya no estaba. Ahí estaba Mariana. Solo Mariana vestida como mamá. Nani con la cara arrebatada de calor.
Con cuidado, para no ensuciarla con el maquillaje, se quitó la ropa que le era ajena y se puso la propia. Se despojó del anillo y las caravanas. Luego guardó las cosas de mamá, tratando de dejar todo, exactamente, en su lugar. Alisó la colcha de la cama y dio un vistazo antes de salir.
En el baño, recogió los cosméticos y los guardó en su estuche. Abrió el botiquín para sacar la crema demaquillante. En un cajón buscó un peine. Se alisó el cabello y lo recogió en una cola bien tirante. El maquillaje fue desapareciendo del rostro serio de Mariana. Pañuelos desechables y algodón se lo llevaron casi todo. Un poco de agua y jabón hizo el resto. Le quedaba su cuarto. Salió del baño.
Cuando entró a su habitación, la encontró casi totalmente arreglada y a su abuelo sentado en su cama. Sostenía en una mano el pequeño espejo sin mango.
-¿Qué hacés? – preguntó Mariana.
– Pensaba.
– ¿Qué pensabas?- dijo Mariana mientras se sentaba junto a su abuelo y apoyaba la cabeza en su hombro.
– Me acordaba de tu madre cuando era chica.
– ¿Le vas a contar que me puse la ropa de ella y que me pinté sin permiso?
– No. No soy un estómago resfriado.
– ¿Un qué?
– Un cuentero.
– Un botón.
– No soy «botón» y por otra parte ¿qué le voy a decir?
El abuelo se puso de pie. Dejó el espejito boca abajo sobre las revistas para jovencitas que a Mariana le gustaban. La miró y dijo sonriendo:
– No es malo querer parecerse a la mamá.
Mariana le devolvió la mirada y la sonrisa y replicó
– Mamá es más linda que Federica Cose.
De a poco, la calle se fue quedando sin palabras para llenarse del sonido del viento entre los árboles frondosos y pequeños crujidos de madera reseca. Ya no había ladridos.
Se acordó de cuando vivía en la otra casa y siempre se escuchaba cómo pasaban los autos, los camiones, las ambulancias…Entonces no la dejaban jugar en la calle y tenía que esperar al domingo para andar en bicicleta por la vereda. La bicicleta rosada con las rueditas atrás:; se la habían dejado los Reyes. Había aprendido a andar con papá. Era lindo ser chico. A veces le gustaba ser todavía una niña y sentía unas ganas muy fuertes de jugar con sus muñecas. Pero jugar ya no era igual que antes. La magia ya no estaba y a veces, le daba como vergüenza. ¡Qué iban a pensar de ella! Con todo, de repente se encerraba en el cuarto y sin que la vieran sacaba de una bolsa de nailon guardada en el fondo del placard las últimas muñecas que hace tiempo le habían regalado y sentía una cosa… le gustaba y a la vez se ponía triste, tan triste. Tener muñecos de peluche, sí. Todas tenían. Eran un regalo corriente. No estaba mal. Mañana era el día de Reyes. Antes escribía cartas a Melchor, Gaspar y Baltasar. ¡Qué lindo era despertarse temprano y correr a ver qué había en los zapatos! Todavía era lindo recibir regalos pero no era igual. Antes estaban papá y mamá. Antes de que se separaran. Sabía que ella en eso no tenía que ver y que no era culpable, aunque al principio lo había pensado muchas veces y otras tantas le habían explicado que la querían mucho pero que cada uno debía seguir su camino para ser feliz y sentirse mejor. Ella también quería ser feliz y también los quería a los dos pero secretamente los imaginaba juntos. No iba a casarse, nunca, ya lo tenía decidido.
Abrió los ojos. Dejó la revista en el piso y se sentó en la cama con las piernas recogidas. Se acomodó el cabello con ambas manos. Necesitaba algo para sujetarlo en una cola. Hacía calor. Se levantó. Dio un paso hasta el placard. Corrió una puerta y abrió un cajón donde guardaba una multitud de cosas: invitaciones viejas de cumpleaños, unas fotos de anteriores grupos de la escuela, lápices, una caja pequeña de madera que le había regalado una de las abuelas «para tus cositas», con caravanas, anillos y colgantes, por otro lado, boletos de ómnibus, una libreta con números de teléfono, algunos recuerdos de fiestas, un par de guantes de cuando era chiquita, una bolsa de nailon con caracolitos y piedritas de veranos pasados, mazos de cartas españolas y francesas, una flauta dulce y esas postales que su papá le había enviado desde Brasil algunos años atrás. Allí estaba el broche azul grande, dos vinchas, un colero elástico rojo…Revolvía todo aquello sin piedad, con premura.El cabello lacio, castaño y sedoso caía a los lados de la cara aunque ella se empeñara en tirarlo hacia atrás. De repente los ojos de Mariana aparecieron dentro del cajón flanqueados por un peine y unas llaves viejas enhebradas con lana amarilla. Sonrió y mientras con una mano apartaba lo accesorio con la otra levantó un espejo de forma circular y de tamaño no mucho mayor que la palma de su mano. En otro tiempo había tenido un mango y el revés había lucido unas florcitas de colores vivos sobre el fondo rosado pálido. Quedó mirándose. Ese espejo había venido en un juego que le había comprado su padre cuando tenía siete u ocho. Cuánto hacía que no lo veía. Era tan lindo. Traía además un cepillo, un peine, un lápiz de labios que pintaba de verdad y un collar de cuentas de colores. ¿Dónde estarían todas esas cosas?
El teléfono sonó en el comedor. Mariana dejó el espejo sobre la cama y se dirigió a atender.
– Hola.
– ¿Nani? Mamá, habla. ¿Cómo estás?
– Bien.
– ¿Qué estás haciendo?
– Nada.
– Quería avisarte que voy a llegar más tarde. Como a las siete o siete y media.
– Dijiste que a lo mejor íbamos a la playa.
– Pero no puedo. Un cliente me llamó que tiene un problema con la DGI y necesita que lo asesore.
– Tá.
– Nani, otra cosa. ¿Fue Esther?
– Sí.
– ¿Limpió lo que le pedí?
– No sé.
– ¡¿Cómo, no sabés?! ¿No estabas ahí?
– No sé. Yo estaba mirando la tele.
– ¿Te bañaste?
– No. Me baño después. Pensé que íbamos a ir a la playa…
– A lo mejor vas mañana. Papá llamó. Te va a pasar a buscar de tarde para ir a lo de la abuela Elsa.
– ¿Y a qué hora voy a ir a la playa? ¿Y si vamos de mañana?
– Pero mañana es día de Reyes.
– Por eso…no trabajás…supongo.
– Bueno, después hablamos.
– Ya sé que no vamos nada.
– Mirá, Mariana, entendé. Ahora tengo que cortar. Si querés agarrá plata del monedero de la cocina y comprate unos bizcochos. Tomá la leche. Tené cuidado en la calle. Cerrá bien cuando vayas a la panadería y cerrá después.
– Ya sé. Todos los días me decís lo mismo. ¿Te creés que soy idiota? No soy una enferma.
– No. Pero sos chica todavía. No abras la puerta a nadie.
– Bueno. Si viene el Tata lo dejo afuera.
– ¡Muy chistosa! Un beso. Tené cuidado.
– Chau, ma. No demores. Me embolo acá sola.
– Hablá bien, Mariana. No te cuesta nada. Hasta luego.
– Ché, ma: si veo a Fernanda ¿puedo ir a la casa?
– No sé, mi amor. Prefiero que vayan para casa. Chau, chau. Beso.
– Chau
Mariana colgó y regresó a su dormitorio. Se detuvo en la puerta. El placard abierto y el cajón salido. De la cama, colocada contra una de las paredes, caía la colcha arrugada. En esa misma pared, sobre la cama, tres estantes con libros, casetes y compactos y algunos muñecos de peluche. En el piso, una ojota, revistas y almohadones, el walkman, el radiocasetero, el reloj de pulsera y una portátil sobre la mesita de luz en un equilibrio en apariencia imposible. En una esquina, una mesa para computadora con el monitor y el teclado y una silla de madera plegable en cuyo respaldo esperaban las dos piezas de un traje de baño estampado y un bolso de tela lleno de cosas.
– Antes de que llegue mamá, arreglo – pensó Mariana. Sacó el colero rojo del cajón y se recogió el cabello. Se sentó con desgano en el borde la cama y la mirada encontró el reflejo claro y fresco del espejito del mango roto. Mariana lo tomó y se encontró en él. Hizo una mueca y le sacó la lengua. Después se observó la piel del rostro buscando acné.
– Podría maquillarme.
Caminó hasta el baño. Buscó en uno de los cajones del mueble junto al lavarropas el estuche de cosméticos de su madre. Abrió el cierre y desparramó todo. Base líquida en dos tonos, colorete, rimel, delineador, una cajita de sombras compactas, algunas en barra, otras en pote, una crema para párpados, dos cepillitos y una pinza de cejas, tres o cuatro lápices labiales claros y oscuros, brillo líquido para labios, polvo compacto, una bolsita con motas de algodón, un pequeño frasco con demaquillante, brochas para maquillaje entre otros artículos. Mariana eligió con cuidado qué iba a usar y lo agrupó apartado de lo demás. Giró y se enfrentó al espejo del botiquín. Se maquillaría como Federica Cose, la top model argentina que salía en todas la revistas. Casi la veía en el espejo.
Un poco de base para parecer bronceada…
Delineador para párpados…
Color en las mejillas…
Delineador de labios, lápiz labial… este:«Hotsand»
Se miró de frente y luego, acomodando las alas laterales del botiquín, se observó de perfil. Faltaba acomodarse el cabello. Con esmero, luego de soltárselo, lo cepilló hasta desenredarlo por completo. Cada tanto lo acariciaba todo a lo largo desde la coronilla. Le gustaba sentirlo suave al tacto, también cuando lo llevaba suelto y le rozaba la espalda o hacerlo balancear a un lado y otro cuando lo llevaba atado en una cola o después de lavarlo cuando quedaba como encerado y goteante aunque su madre insistiera en que debía secarlo con secador. Agitó la cabeza moviendo la melena y la acomodó de manera que algunos cabellos vinieran sobre la cara. Inclinó el mentón, entrecerró los ojos y frunció los labios buscando una pose fotográfica. Luego buscó otras. Recogía y soltaba el cabello, alternando el uso del colero para hacer un moño, una cola alta, una cola baja… Faltaba algo. La camiseta blanca y el short con florcitas no pegaban, ni tampoco los championes bordados.
Entró al cuarto de su madre. Estaba fresco y en sombra con la persiana casi baja. Flotaba, casi imperceptible, el perfume de ella. Abrió el placard y buscó en los estantes. Parada en puntas de pie trataba de encontrar algo. Luego miró en el colgador. Chaquetas, polleras, blusas… La otra puerta. El vestido negro de fiesta…la blusa de encaje… ¡esa! La descolgó y tiró sobre la cama. La pollera negra del tajo largo… ¡esa! Zapatos. Abrió un cajón de abajo. Sandalias. Las más altas.
Cerró la puerta del cuarto para poder verse en el espejo largo que colgaba detrás. Se quitó la camiseta y rápidamente, para no ver que sus senos no habían crecido tanto como hubiera deseado, se puso la blusa. Desabrochó el pantaloncito que cayó a sus pies hecho un montón sin forma. Luego se enfundó en la pollera que le llegaba casi a los tobillos. Por el tajo hizo asomar una pierna. Se descalzó sin desanudar los cordones y ayudando un pie con otro. Caminó y se sentó en la cama para ponerse las sandalias. Era difícil caminar y se resbalaba un poco en el piso encerado.
Abrió el primer cajón de la cómoda y sacó de una caja de madera unas caravanas doradas y el anillo que le gustaba, el que era un aro con piedritas brillantes.
Se miró en el espejo. Desplegó una ancha sonrisa y echó la cabeza hacia atrás con risa inaudible. Avanzó y retrocedió. Dio una vuelta. Bailó al compás de una música interior.
Flashes de fotógrafos, aplausos… En su cabeza oía: «Mariana Martínez nos acompaña en esta noche. La modelo que es la novia de…» Se detuvo. ¿De quién podía ser la novia?
– Ya sé. Del tipito morocho que hace de bueno en «Más allá de ti.»
Cerró los ojos para besarlo… Desde el living llegó, débil, la campanilla del teléfono. Mariana Martínez salió del cuadro del espejo y desapareció.
Caminó insegura y medio tambaleante hasta llegar a atender.
– ¿Nani? ¿Qué pasó que no atendías? ¿Estabas durmiendo?
– No, ma. Estoy despierta.
– Escuchame. Yo ya liquidé acá y la persona que iba a venir no viene. Me llama esta noche a casa.
Mariana se miró. Las mejillas se le acaloraron bajo el colorete y el corazón comenzó a latirle más rápido.
– ¡Hola! ¿Mariana? ¿Oís?
– Sí.
– ¿No decís nada? Tenía pensado que fuéramos al shopping a dar una vuelta. A lo mejor elegís algo… Podemos tomar un helado… o de repente salir cuando esté más fresquito, más tarde. ¿Qué decís?
– Bien… bárbaro… ¿ya venís para acá?
– Sí, claro. Tardaré como siempre, tres cuartos de hora, más o menos. Cuando yo llegue nos bañamos y salimos… Bueno, cuando llegue, vemos. Andá bañándote ahora, si querés. Hasta luego, mi amor.
– Sí. Tá. Pero…no te preocupes, no vengas corriendo. Mirá que yo estoy bien y además hace calor para salir temprano. No te apures…
– ¿Está Fernanda ahí?
– No. ¿Por?
– Nada. Tené cuidado. Chau, Nani.
-Chau.
Mariana colgó. Miró el reloj sobre una biblioteca en el living. Tenía poco tiempo.
– Si no arreglo, me mata.
Caminó lo más rápido que pudo, tambaleando sobre los tacos, hasta el dormitorio de la madre. Antes de que llegara sonó el timbre de la entrada. Quedó paralizada pero reaccionó al instante.
_»¡Qué idiota!- pensó – Mamá no puede ser. ¿Será Fernanda? Ojalá. Así me ayuda.»
Regresó hasta la puerta diciendo en voz alta antes de llegar
-¿Quién?
– El Tata, Nani. Abrime.
-«¿Y ahora?» – pensó. – «No lo puedo dejar afuera. Le digo que me estoy bañando… que espere.»
Mariana se miró: las sandalias, la pollera, la blusa… pero ¿el maquillaje?
Sonaron tres golpes en la puerta.
– Nani…
– Voy…
– Nani, ¡qué pasa!
– Te abro.
Mariana se mordió el labio inferior, cerró los ojos, se sacó las «mentiras» de los nudillos, soltó con fuerza el aire de los pulmones y tomó el picaporte. Abrió.
El abuelo iba a hablar pero se detuvo. Se observaron en silencio. Por fin, el abuelo sonrió y mientras cerraba dijo
– Hola, Cristina. ¡Qué cambiada estás! Te estás pareciendo mucho a Mariana, tu hija.
– Abuelo… yo estaba jugando…
– Y está bien. Lo único es si tu madre te deja que te pongas la ropa de ella… y que te pintes…
– Tata…yo estaba aburridísima.
– Me imagino. Yo te iba a invitar a ir a la playa, si tu madre te deja.
– Me voy a cambiar.
– Yo no tengo apuro.
– Esperame.
– Andá tranquila que no me voy.
Mariana regresó al dormitorio de su madre y cerró la puerta. El espejo le devolvió su imagen. Federica Cose había vuelto a las revistas y la famosa Mariana Martínez ya no estaba. Ahí estaba Mariana. Solo Mariana vestida como mamá. Nani con la cara arrebatada de calor.
Con cuidado, para no ensuciarla con el maquillaje, se quitó la ropa que le era ajena y se puso la propia. Se despojó del anillo y las caravanas. Luego guardó las cosas de mamá, tratando de dejar todo, exactamente, en su lugar. Alisó la colcha de la cama y dio un vistazo antes de salir.
En el baño, recogió los cosméticos y los guardó en su estuche. Abrió el botiquín para sacar la crema demaquillante. En un cajón buscó un peine. Se alisó el cabello y lo recogió en una cola bien tirante. El maquillaje fue desapareciendo del rostro serio de Mariana. Pañuelos desechables y algodón se lo llevaron casi todo. Un poco de agua y jabón hizo el resto. Le quedaba su cuarto. Salió del baño.
Cuando entró a su habitación, la encontró casi totalmente arreglada y a su abuelo sentado en su cama. Sostenía en una mano el pequeño espejo sin mango.
-¿Qué hacés? – preguntó Mariana.
– Pensaba.
– ¿Qué pensabas?- dijo Mariana mientras se sentaba junto a su abuelo y apoyaba la cabeza en su hombro.
– Me acordaba de tu madre cuando era chica.
– ¿Le vas a contar que me puse la ropa de ella y que me pinté sin permiso?
– No. No soy un estómago resfriado.
– ¿Un qué?
– Un cuentero.
– Un botón.
– No soy «botón» y por otra parte ¿qué le voy a decir?
El abuelo se puso de pie. Dejó el espejito boca abajo sobre las revistas para jovencitas que a Mariana le gustaban. La miró y dijo sonriendo:
– No es malo querer parecerse a la mamá.
Mariana le devolvió la mirada y la sonrisa y replicó
– Mamá es más linda que Federica Cose.
Para «Escenas – 12 relatos con mujeres» – 1997
Comenta en Facebook