Simplemente complejo

  En marzo de 2020 llega a nuestro país, Uruguay, una variable nueva que nos obliga a repensar muchas de nuestras conductas y creencias: la pandemia del COVID-19, un virus de rápido contagio que traspasa en poco tiempo meridianos y trópicos. El mundo se tiñe de puntos rojos que indican las zonas contagiadas. Entonces las fronteras se van cerrando, de a poco disminuyen los vuelos internacionales, cruceros multitudinarios quedan varados en los puertos sin que nadie pueda bajar a tierra, se suspenden algunas competencias deportivas, se cancelan espectáculos en vivo, no hay funciones de teatro ni cine, los centros de enseñanza quedan desiertos, los institutos de investigación trabajan con el menor personal presencial posible. Pasada la hora del escepticismo llegó luego la de buscar culpables y más tarde – borradas ya de tantas frases rosa sobre la bondad, el amor, la tolerancia, la no discriminación, la necesidad del abrazo redentor y del triunfo del amor -, los almacenes y supermercados sufrieron la invasión de súper compradores todo terreno que avizorando un apocalipsis se sobreabastecieron sin pensar más que en sus alacenas y refrigeradores.

  Solo han pasado unos días, queda mucho por vivir, por experimentar.

  Las redes de comunicación explotan en mensajes escritos, sonoros, imágenes, videos de cómo se vive aquí y allá de nuestro mundo más cercano, tal vez del mundo más comunicado o con más acceso a la comunicación. Los famosos aprovechan la oportunidad de lanzar exhortaciones y los no tan famosos también. Se publican y replican mensajes y llamados a estar unidos y protegernos entre nosotros.

  En una vuelta de página rápida, la población de mayor riesgo ante la expansión del virus son los ancianos y los afectados por algunas deficiencias de salud.

  –¡Cuidemos a los ancianos! –gritaron. –¡Ni los niños ni los jóvenes pueden acercarse a asistir o a alegrar a los abuelos en sus hogares o en las casas de cuidados para la tercera edad.

  El mundo ha dado un giro, sí. Lo que hasta ayer parecía un deber insoslayable: la cercanía real, corporal, acariciar, abrazar, besar, reunirse y tomarse de las manos, compartir la mesa, el mate, la copa, el baile multitudinario, las risas, cocinar juntos, mirarse de cerca y a los ojos…, hoy no.

  Tal vez, en otra vuelta de tuerca, retomemos ese camino de cercanía humana pero, mientras tanto, cantamos desde los balcones, nos mantenemos dentro de nuestras casas, nos conectamos a través del -hasta ayer para algunos-, demonio de la tecnología que nos encadena y que hace que en lugar de salir a sentarnos en un bar a conversar, a hacer ejercicio en grupo, reunirnos en talleres de arte, festejar cumpleaños o ir a misa o al teatro, nos pongamos frente las pantallas.

  La realidad siempre es compleja; esto nos dice Edgar Morin. Y sin duda que lo es. Los reduccionismos fáciles no pueden ser parte de nuestra visión del mundo que nunca llegará a estar actualizada por más que quisiéramos.

  Si hasta ayer pregonábamos sentarnos frente a frente a hablar, hoy pedimos hacerlo a la distancia aconsejada según las situaciones.

  Si hasta ayer era imperioso cambiar los programas escolares, hoy el énfasis está en los canales de comunicación, en la calidad de las tecnologías y sus soportes y en la rapidez con la que se tomen las decisiones para que la educación formal no deje desprotegidos a los niños.

  Si hasta ayer debíamos hacer plazas y lugares de encuentro para los jóvenes, hoy se necesitan hogares en buenas condiciones sanitarias en donde los mayores, abuelos de esos jóvenes, puedan no enfermar gravemente.

  Unos asuntos no excluyen a otros. Tiempo al tiempo pero sin prisa y sin pausa. La realidad está armada por sistemas interconectados que nunca son simplemente engranajes de un engranaje mayor. Nunca una realidad es solo la suma de pequeñas partes, es mucho más que su suma y a la vez se recrea en esa conexión.

  Siempre estamos en el umbral de algo nuevo. El mundo nos necesita atentos.

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