Un jardín, un vergel, el paraíso

Don Elbio Giardino y su señora, doña Jorgelina Pomar —Lina, como la llamaba el esposo—, se mudaron cuando eran muy jóvenes a una casona, única en su cuadra y, por largos años, una de las pocas edificaciones de un paraje bastante solitario. La casa tenía un gran espacio al frente que se extendía hasta lo que debería haber sido el cordón de una inexistente vereda. En aquella primera época, el pasto crecía a sus anchas en el terreno y, al llegar a un impreciso límite, descendía, raleando de a poco, por una pequeña bajada hasta terminar en la calle de tierra y piedritas.

Apenas afincados, don Elbio armó un tosco murito que haría de supuesto borde entre el solar de la casa y la pretendida vereda. Buscó encajar unas cuantas piedras desiguales para lograr equilibrio y, más tarde, lo blanqueó a la cal. Luego, y sin apuro, demarcó la finca, en los laterales y en el fondo, con tejido de alambre. Terminada esa tarea, plantó dos tilos a la vera de la calzada, que, poco a poco, fueron elevándose robustos e imponentes, hasta dominar el paisaje de la manzana por sobre unos cuantos plátanos pelusientos y matorrales variopintos. Al otro lado de la calle crecieron, delgaditos al comienzo, unos fresnos, varios arces llegados quién sabe cómo y otros árboles y arbustos espontáneos, nacidos a pura casualidad de semilla al viento.

Doña Lina pidió a su esposo que plantara rosales en el terreno de la casa. Don Elbio, que tenía buena mano para las plantas, limpió y delimitó los canteros y plantó y cuidó con dedicación preciosos y diversos ejemplares. También, pacientemente, fue dirigiendo las ramas de unas hermosas rosas trepadoras hasta crear un arco florido que, pasado un tiempo, enmarcaría la puerta de entrada al hogar.

Para el matrimonio era una inacabable y placentera rutina caminar lentamente por el sendero en medio de los rosales durante la temprana primavera, en el verano y hasta entrado el otoño. Don Elbio y doña Lina paseaban tempranito en las mañanas luminosas y en los atardeceres calmos por el jardín perfumado y fresco.

Se sentaban cómodamente en sendas sillas de mimbre y allí se quedaban largos ratos, día tras día, estación tras estación, año tras año, a la sombra creciente de los aromáticos tilos.

Veían pasar las mañanas conversando un poco y otro tanto atendiendo con deleite la rumorosa plática vegetal. Las plantas y las flores, movidas por el viento suave, les acercaban aromas que variaban con las temporadas: romero, ruda, carqueja, lavanda, marcela, manzanilla, dispersos por aquí y por allá.

Trinos, píos, chistidos, arrullos y llamados de ratoneras, zorzales, calandrias, gorriones, benteveos, horneros, estacionales golondrinas, inquietos y delicados picaflores ponían sus voces a las horas y le sumaban música al paisaje desde la salida del sol hasta el anochecer. Elbio y Lina escuchaban a los pájaros trinando el cambio de las estaciones. Esperaban la llegada de los pichones luego de las largas y calladas noches de invierno para que, en cada primavera, el jardín se llenara de cantos.

El matrimonio vio cómo los pocos vecinos que iban llegando ocuparon y cercaron sus terrenos. Presenciaron cómo la mayoría de las parcelas fueron huertas que le dieron más verde y más aromas al ya limpio y sosegado aire de la zona.

Las lluvias de verano encontraban a la pareja junto a la ventana en las mañanas o en las tardecitas, mirando cómo la naturaleza se encargaba de refrescar árboles, flores y bichos.

En invierno, si no llovía, el sol tibio de la siesta los invitaba a sentarse afuera, junto a la puerta, bajo el arco que aguardaba las próximas rosas.

El viento de la primavera con sus ocasionales aguaceros los hallaba detrás de los ventanales, mientras la tierra, las plantas y los rozagantes rosales se aprontaban para florecer.

Durante todo el otoño, Elbio barría sin apuro las hojas, los tallitos, las semillas y los pétalos secos que caían en el jardín y que coloreaban de verdes apagados, amarillos, ocres, rojos y toda una gama de marrones y grises el sendero que lo atravesaba.

Sin prisa y con profundo respeto, Elbio cortaba oportunamente las rosas secas, sacaba las hojas marchitas, vigilaba el descanso invernal y preparaba con esmero el renacer de su cada vez más frondosa rosaleda. Las rosas se brindaban generosamente al matrimonio y ellos las cuidaban con enorme celo y amor; ellas exigían atención, y ellos jamás las descuidaban.

El humo de las quemas anunciaba, año a año, entre llamas y fumaradas, que iba llegando el frío. Las fogatas daban paso a los obedientes hilos grises que salían de las chimeneas de casi todas las discretas viviendas del barrio, para colgarse y entretejerse en los cielos bajos, nubosos y sombríos de los días más destemplados.

Elbio y Lina aguardaban dentro de la casa, con el fuego encendido en el hogar, a que las quietas y oscuras noches invernales se fueran acortando.

En el correr de la vida hubo niños, que jugaron a la pelota en la calle cuando la estación y los charcos lo permitían.

Con el paso de los años, los niños crecieron y, en su mayoría, se fueron para no regresar.

Para Elbio y Lina era permanente el gozo de vivir estación por estación para ver los cambios en el espectáculo ofrecido por la naturaleza y admirar en silencio el cambiante panorama: las variaciones en la escenografía de aquel teatro natural, los vestuarios vegetales estrenados en cada temporada, los inquietos artistas que se turnaban para entrar y salir de escena: abejas, abejorros, hormigas, chicharras voceando en las tardes ardientes, serenatas nocturnas de grillos, movedizas luciérnagas, pacientes arañas tejiendo y retejiendo decorados. Era interminable la sucesión de cuadros nunca idénticos, los movimientos y las luces cambiantes de los cielos, los azules profundos del verano, las nubes ligeras de la primavera, las nieblas otoñales, los grises invernales, la escarcha blanqueándolo todo. Aquello era parte de una gala interminable que no necesitaba palabras.

Elbio y Lina escuchaban y admiraban callados el entorno que hablaba por ellos, para ellos canturreaba, perfumaba y los acunaba en sus brazos protectores. Colores, olores, texturas, sonidos, sabores, hojas, flores, yuyos, humo, trinos, vientos, humedad, niebla, aguaceros, granizo, frío, calor, nubes, sol, estrellas, días y noches, meses, años…

Finalmente, el embate de periódicas lluvias, heladas, vientos y calores logró derribar el murito blanco y tosco que había intentado, sin suerte, delimitar el terreno. Fue cayendo hasta quedar entreverado entre los tenaces y rudos pastos. Con el correr de los años, los hierbajos echaron raíces por entre las grietas de las piedras y florecieron obstinados en cada primavera, emergiendo por encima de musgos y líquenes.

Transcurridos muchos veranos, el trabajo de barrer las hojas secas que iban cayendo se hizo más pesado para el hombre que, en su humano otoño, envejecía y se iba secando como las hojas amarillentas, marrones, rojizas que caían en marzo, abril y mayo.

Al llegar a su invierno, los brazos del hombre se volvieron, como les sucede a veces a los árboles añosos, ramas frágiles en un tronco día a día más mustio y reseco.

Tomados de la mano, el hombre y la mujer caminaron pausadamente un tiempo más, disfrutando del sendero entre las plantas.

Lentamente, las rosas iban ganando terreno, y llegó un momento en que fue difícil avanzar sin engancharse en las espinas.

Los años iban pesando en la pareja, mientras el jardín crecía y se fortalecía en cada estación.

En los días más fríos, las piernas del hombre comenzaron a negarse a mover, decididas a anclarlo como raíces. Uno de los olivos de los que se instalaron por decisión propia entre las rosas le cedió dos bastones de pura madera que fueron apoyo y extensión para sus cansados brazos humanos.

Llegó, inexorablemente, el tiempo en que ya no había nadie que pudiera barrer las hojas de los árboles que caían en otoño, ni las ramitas, ni las plumas, ni las flores secas.

La piel de la mujer se fue arrugando como los pétalos de las rosas prontos a caer. Su cuerpo delgado se fue venciendo como un tallo demasiado alto para sostener las flores o los frutos.

Junta, la pareja se sentaba cada día frente a la ventana y allí permanecía lentas horas en silencio. El hombre, los ojos nublados como los cielos grises de junio, presentía el paso del invierno, de la primavera, del verano y, sobre todo, del otoño, con sus humedades y lloviznas. La mujer lo abrazaba y recostaba la cabeza en el hombro de su marido; así permanecía largos ratos, las manos apoyadas en el regazo cubierto por el amplio delantal, y dormitaba. Dormitaban juntos, el aliento de a ratos suspendido en la luz que entraba por la ventana.

Fueron quedándose dormidos; soñaban con una casa en medio de un campo de rosales, con flores de colores perfectos, suavemente perfumadas, con sus tallos balanceándose en la brisa ligera, satinadas a la luz de la luna y vibrantes bajo la luz del sol. Una casa dormida bajo un cielo estrellado en noches aromadas de manzanilla y lavanda. Una casa rodeada de sanadores yuyos, arropada por un frondoso manto de enredaderas de hojas verdes en las primaveras, rojas en otoño y amarillas y crujientes en invierno.

Se durmieron pacíficamente, confiados en aquel huerto maravilloso que habían creado.

La naturaleza cumplió su voluntad y el jardín empezó a adentrarse en la casa por las puertas abiertas.

Las raíces se extendieron buscando hendiduras en donde arraigarse.

Un tropel de hojas sueltas, pequeñas ramas, cortezas rugosas, ligeras pelusas de diente de león, diminutas simientes rubias de los plátanos vecinos, voladoras semillas de los fresnos cercanos, vilanos de cardo y jacarandá, que escucharon la voz del viento, alfombraron los pisos de la casa.

Un pequeño arbolillo espinoso creció en el hueco de la chimenea.

Una pareja de ratones grises encontró un lugar en la cocina para asentarse con su familia.

Una gata con sus tres gatitos, que osadamente habían atravesado el cerco, encontraron vivienda bajo el arbolillo crecido en la chimenea y mantuvieron a raya a la población de ratones.

Los pájaros y el viento plantaron más semillas en el jardín, las abejas transportaron polen, las hormigas podaron y repodaron los rosales. Benteveos, calandrias y zorzales controlaron a los insectos, a los caracoles y a las arañas.

Una enredadera bajó por una esquina del dormitorio y tendió una colcha vegetal sobre la cama del matrimonio.

Por la ventana del comedor asomaron unos imprevistos hibiscos. Algunas lánguidas glicinas violáceas treparon por los techos y se dejaron caer por los bordes.

El arco de rosas que enmarcaba la puerta se tornó largo cortinaje.

Un mburucuyá se enredó en el alambrado y avanzó con sus zarcillos hasta cubrir totalmente el cerco con sus hojas, sus flores y sus frutos.

El sendero desapareció bajo un colchón de hojuelas, ramas, semillas, plumas… Los rosales entrelazaron renuevos y espinas sobre él.

Los penachos blanquecinos de los pajonales que habían permanecido esquinando ciertas cuadras se formaron en apretadas filas al borde de la vereda inexistente para proteger la entrada al predio.

Cientos de flores y hojas cubrieron, otoño tras otoño, las sillas de mimbre abandonadas a la sombra de los altos tilos.

Ni los repetidos llamados de la lechuza blanca, ni los lastimeros aullidos de los perros anunciando la luna llena, ni los maullidos enamorados de los gatos, ni el canto de los grillos en las noches de verano despertaron a los durmientes, que habían encontrado, para siempre, su paraíso.

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