Hace unos cuantos días que pienso en un tema que es recurrente en mí: la relación profunda que debe existir entre la sociedad y la educación formal que se desarrolla en ella.
No es un tema nuevo. No es una originalidad. Muchos ya han escrito al respecto y es bueno recordarlo.
Ni la educación formal – entendida como la que consideramos curricular, brindada por los centros educativos- ni la no formal y la informal han de trabajar alejadas de su contexto. Dicho así suena a perogrullada, claro, algo sabido y repetido hasta vaciarse de contenido. Entonces: ¿qué significa esto, la sociedad y las formas educativas trabajando entrelazadas? Que no podemos seguir pensando en que se enseña para seguir las directivas que imponen los programas de curso o las autoridades. Que debemos pensar la educación en un mundo de pensamiento laberíntico que cambia, destruye, inhabilita o resalta paradigmas a gusto.
La tecnología avala y autoriza a todos quienes deseen escribir, expresar o intercambiar opiniones con el solo freno de que las leyes prohíben o se denuncia. Por esa razón desde todos los niveles, más allá de los contenidos (ciencias formales, ciencias sociales, arte, deportes), hay que poder intercambiar y discutir con fundamento, con argumentación, y fomentar no solamente las opiniones que salen del corazón, de los supuestos o del imaginario, sino las opiniones fundadas, reflexionadas.
Trabajar en el intercambio de opiniones es una maravillosa oportunidad brindada por los sistemas democráticos de gobierno. No nos quedemos en las frases hechas y conciliadoras de diferencias como lo son: «trabajar en valores», «fomentar la tolerancia», «respetar las opiniones», entre tantas otras. Trabajemos como docentes en reconocer formas y contenidos de los discursos. No nos quedemos ni lejos de la sociedad ni en su superficie; vayamos más allá de la cáscara de las palabras. Hinquemos el diente.
«Las palabras nunca son inocentes» pregona el filósofo Javier Sádaba. A partir de esta premisa empecemos a reflexionar.
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