Raymundo no era lo que ahora se diría “popular” y a esto del “bullying” se le decía simplemente “molestar”. Raymundo no era por aquel entonces, no lo fue nunca, popular.
Era bastante tímido en la escuela y por eso sus compañeros lo molestaban. Por el contrario, como era huérfano de madre, que no de padre, las maestras lo consentían un poco; lo mimaban. Y Raymundo se retraía un poco más. Tan desgraciado era que cuando cualquier alumno se sentaba junto a él en el banco de la clase, aprovechaba para decirle por lo bajo, todo tipo de cosas malvadas. Malvadas para los niños de aquella época en que no existían los teléfonos móviles, las computadoras portátiles para trabajar en el aula, ni redes sociales y las cámaras de fotos las usaban solamente los adultos. No había posibilidad de acosar a los compañeritos de clase de otra forma que no fuera con cartitas escritas a mano en papel, susurros malintencionados, tiradas de pelo o burlas en el recreo. Todo a escondidas de las autoridades adultas. El hecho era feo sí, y se sufría como hoy pero a otra escala, en un círculo más reducido de personas. A veces nadie se enteraba porque los niños intuían que los otros niños pueden ser malvados y molestos en ciertas ocasiones. Resumiendo por el momento: Raymundo era huérfano de madre, preferido por las maestras y, cuando las docentes estaban distraídas, resultaba hostigado por sus compañeros. Como tampoco existían reivindicaciones explícitas para las niñas, también ellas soportaban las burlas estoicamente, derramaban algunas lágrimas, y luego las maestras rezongaban a los que se reían de las niñas que lloraban pero no podían impedir los hechos.
Luego del fallecimiento de María Mercedes Garmendia de Garrillaga, mamá de Raymundo, el pequeño había ido a parar a la casa de una de sus tías, hermana de su mamá, María Juanita Garmendia de Cortada.
La tía Juanita era una señora bastante apocada. Había quedado viuda de Francisco Cortada a poco de casarse y siendo aún muy joven, así que criaba a Raymundo como hijo propio, único, sobreprotegido, sobreatendido, sobredefendido, sobreayudado, sobre-regalado, entre otras sobre-acciones que incidieron en potenciar el carácter introvertido del pequeño Raymundo.
Raymundo Garrillaga Garmendia parecía más pequeño además, por ser delgadito, de aspecto frágil y más bien de baja estatura para su edad. Iba por lo general impecablemente vestido y estaba eternamente pálido, porque la tía, siempre preocupada de que enfermara o pusiera en peligro su vida, no lo dejaba salir demasiado al aire libre.
Raymundo tenía su dormitorio amplio en la casa de la tía, que vivió sola en Piedras de Molle por algunos años luego de la muerte de Francisco Cortada. La casa era de la familia Garmendia-Pelayo, gente acomodada, de muy buen pasar, dueños de campos para cría de lanares.
Pues sí. Raymundo creció solitario y sin visitar mucho a su padre, don Luis Garrillaga, que se había ido de Piedras de Molle a Montevideo con su pequeña hija, Antonia Inocencia María Mercedes Garrillaga Garmendia, apenas fallecida su esposa, mamá de la niña y de Raymundo.
En Montevideo, don Luis se había vuelto a casar y más tarde había tenido otros hijos. Cada tanto, a Raymundo, le llegaba alguna postal de Montevideo y algún regalo que había que ir a buscar a la Oficina de Correo en la capital del departamento porque en Molle no había correo.
Raymundo se sentaba sobre la alfombra de puro cuero y lana de oveja y desparramaba la colección de postales recibidas en las que se veían el Obelisco y otros monumentos de Montevideo, unas de playas acuareladas, llenas de sombrillas coloridas, arenas amarillentas, un mar azulado y cielos celestones algunos y medio verdosos otros; tenía algunas con edificios y calles llenas de autos y ómnibus, una calle con tranvías, otra de una tienda de muchos pisos llamada “London-París”, y la que más le gustaba era una vieja postal que era de la tía o que le había regalado la abuela, no recordaba bien, en la que se veía el “Teatro Urquiza”.
Cuando iba con la tía Juanita a la Mercería de Lolo, que también tenía revistas para canje y libros que los vecinos le llevaban para vender, Raymundo preguntaba si había postales. El Lolo le respondía con una enorme sonrisa, “todavía no, pero voy a traer”. Nunca trajo. Siempre pensó que no eran negocio.
El Lolo Martínez, gran tipo, iba a la capital del departamento y le traía el correo a la gente del pueblo. En la Oficina de Correos lo conocían bien y como sabían que el Lolo vendía dentaduras postizas en su comercio, siempre le pedían que contara alguna anécdota. El Lolo tenía esa capacidad, que solo alguna gente tiene, para hacer de sus cuentos una oportunidad para reírse con ganas.
Raymundo creció en Piedras de Molle lentamente, porque todo era lento en Piedras de Molle. El tiempo transcurría despacio.
Cada año la tía Juanita recibía de manos del Lolo dos catálogos del “London-París”: Primavera-Verano y Otoño-Invierno. Ella elegía entonces todo tipo de ropa, zapatos, gorros, guantes, útiles escolares y hasta algún disfraz elegante de los que le gustaban a Raymundo. Raymundo pasaba horas mirando esos catálogos. ¡Qué alegría cuando llegaba la encomienda llena de sorpresas!
- Que disfruten -decía el Lolo cuando llegaba con todos esos tesoros venidos de la elegante tienda capitalina.
Por eso Raymundo era la envidia de algunos compañeros; cada año, para la escuela, tenía útiles nuevos, flamantes, olores deliciosos de madera, cuero y papel nuevo.
-Pobre Raymundo -comentaba Dulce Margarita, la esposa del Lolo. – Tiene todo pero no tiene nada.
-No exageres, vieja -respondía el Lolo. -¿Sabés todo lo que va a heredar de los abuelos? ¿Sabés la plata que tienen los Garmendia? ¿Sabés la de lana que venden y mandan por el ferrocarril?
-Sí… pero está siempre tan pálido y tan flaquito. No juega con otros nenes. Al catecismo lo lleva la tía. Es monaguillo. Va a ser cura.
-¿Te lo dijo el Padre Ambrosio? Sabés que el cura toma el té con Juanita, la tía de Raymundo… A veces están los tres en la confitería.
-¡Lolo! El Padre Ambrosio es un hombre piadoso. – Dulce Margarita se persignó y exclamó por lo bajo – ¡Dios te perdone los malos pensamientos!
El Lolo se rió y luego, silbando, se puso a acomodar las revistas nuevas que le habían llegado. Las “Maribel” y “Chabela” para Juanita Garmendia y, cuando se conseguía, el “Billiken” para Raymundo. A veces llegaba “La chacra”. La mayoría eran revistas argentinas que a la gente de “Piedras de Molle” le gustaban mucho.
-Tienen buena salida -comentaba siempre el Lolo.- A las mujeres les encantan las modas, los moldes para costuras, los consejos para la casa…
En Piedras de Molle se recibía mejor la señal de las radios argentinas que las uruguayas, así que en el pueblo se estaba más al tanto de lo que pasaba en Buenos Aires que en Montevideo. Raymundo y su tía se sentaban cada tarde junto a la radio que estaba en el comedor y escuchaban “la novela”. Juanita lloraba con las tragedias de la chica abandonada por el novio elegante pero malvado, mientras que el empleado de la estancia moría de amor por la protagonista que no era otra que la chica abandonada por aquel novio elegante pero malvado. Casi siempre había algún padre muy patriarcal, una madre sufrida, una mujer muy cruel, crudelísima y otra llena de bondad; los malos eran malísimos y los buenos, buenísimos. Había hijos perdidos durante alguna guerra, soldados que regresaban paralíticos, ciegos o con cicatrices que afeaban sus rostros, chicas que luego de un “mal paso” se convertían en novicias de algún convento, venganzas y muchas, muchas lágrimas.
A Raymundo lo ponían muy triste esas historias. Le gustaban más los programas cómicos, los de preguntas y respuestas o los de aventuras en capítulos. La tía le decía que era mejor ponerse a leer un libro que escuchar demasiado la radio. Algunos títulos como “Bataclana por amor” eran, decía la tía, “muy fuertes para un niño”. Entonces Raymundo se iba para su dormitorio y recortaba fotos de las “estrellas” del cine argentino aparecidas en las revistas viejas que la tía le daba y se ponía a inventar historias que ambientaba con las postales y algunos juguetes. En sus “novelas” a veces se morían todos los personajes de formas trágicas, tan trágicas como pudiera un niño de ocho años inventar por aquellos tiempos en Piedras de Molle. Morían bajo las ruedas de un tren, en un accidente de auto que caía por un barranco, se ahogaban en un “caudaloso río” al caer de una diligencia. A veces, hacía que los protagonistas se besaran acercando las fotos y sus voces decían como en el radioteatro
-“Abrázame, Antonio. Dime que me quieres y que nunca me dejarás…”
-“Debo irme Rosaura, debo irme ya”
-“No me olvides, Antonio… ¡No me olvides!
Raymundo hacía el pitido del tren y el sonido de las ruedas que empezaban a rodar por las vías.
Luego, terminada la novela de la noche, la tía apagaba la radio y las luces de la casa y, antes de ir a acostarse, ayudaba a Raymundo a ponerse el piyama y meterse a la cama.
Raymundo rezaba junto con la tía a su ángel de la guarda: “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. No me dejes solo que me perdería.
Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, también con la Virgen y el Espíritu Santo.
Amén.”
Juanita arropaba a Raymundo, le daba un beso en la cabeza y las buenas noches.
La puerta del dormitorio del niño quedaba siempre entreabierta por si tenía que llamar a la tía.
Raymundo creció sin apuro en la casa de su tía y de cuando en cuando visitaba a los abuelos Garmendia en la estancia. Principalmente iba en verano, cuando no había escuela. Un coche venía a buscarlos. Cuando Raymundo era pequeño el coche del abuelo era tirado por caballos; con el tiempo iba a buscarlos un Ford enorme, negro, salpicado de barro o lleno de tierra según hubiera llovido o hubiera habido seca.
Como el verano era tan largo y caluroso en Piedras de Molle, Raymundo iba de visita a la casa de su padre en Montevideo. Hacía un poco de playa con su papá y su hermanita Antonia, cuatro años menor que él. Tenía dos medio hermanos, Lila y Javier, hijos del matrimonio de su padre con “la señora María Angélica” como la llamaba Raymundo.
Don Luis Garrillaga había puesto una zapatería en el centro de Montevideo y le iba muy bien. Tenía una linda casa casi en las afueras, por Malvín, muy cerca de la playa.
A Raymundo no le gustaba la playa ni el campo, le gustaba la ciudad. Le gustaba quedarse en la casa de su padre porque tenía una radio en el cuarto que compartía con el abuelo Alberto, que no era su abuelo, era tío de alguien, pero lo quería como si lo fuera. Don Alberto era muy conversador; se sentaba a la sombra de unos arbolitos que había adelante de la casa y ahí leía el diario, tomaba alguna copita de algo fuerte y de vez en cuando lo llevaba a dar una vuelta en auto por la ciudad. Eso le gustaba a Raymundo, la ciudad, los ómnibus, los tranvías, los autos y ¡el cine, los teatros! En Piedras de Molle no había cine todavía.
Como las vacaciones escolares eran largas, a veces Raymundo visitaba Montevideo en Carnaval. ¡Le encantaba el Carnaval! Aunque en el corso, los cabezudos los asustaban un poco.
El abuelo Alberto resultó vivir muchos años a pesar de que a Raymundo siempre le pareció viejísimo. Y Raymundo paseaba en auto con Alberto, iba a ver Carnaval, al centro y a la zapatería de su papá con… Alberto. Algo que le resultó bastante raro al comienzo pero al fin le gustó fue el Hipódromo de Maroñas. Las mujeres y los hombres iban bien vestidos y a los caballos los podía ver de cerca cuando los vareaban antes de las carreras. El abuelo Alberto parecía conocer a todo el mundo; hablaba con uno y reía con otro, compraba boletos en unas ventanillas y sonreía casi siempre. A Raymundo empezó a gustarle ese mundo de hombres, de autos lindos, de paseos, de “reuniones” en Hipódromo, de teatro y ciudad grande.
Cada año, al llegar las vacaciones, Raymundo soñaba con ir a la casa de su padre para estar con Alberto, para pasear con Alberto. Cada vez le gustaba menos ir a la estancia del abuelo Garmendia. En Piedras de Molle se aburría y no tenía amigos.
Iba a la misa los domingos, había tomado la comunión, terminado la escuela y llevado la Bandera Nacional en la fiesta de fin de año. Quería seguir estudiando pero en Montevideo. Ni a la tía Juanita ni a los Garmendia les gustaba la idea pero el padre de Raymundo no se oponía.
El verano más glorioso fue ese, al finalizar la escuela, cuando fue a Montevideo y Alberto había ido a esperarlo a la estación del ferrocarril. Su padre, María Angélica, los hijos de ambos y su hermanita, Antonia, se habían ido unos días a Buenos Aires y Alberto y Raymundo quedaron en la casa de Malvín. Ahí quedó sellado el futuro del pequeño.
Ocurrió que terminando las vacaciones hubo un temporal con mucho viento y lluvia y los caminos quedaron cortados. Los Garmendia se comunicaron con Garrillaga y le pidieron que lo “tuvieran” a Raymundo un tiempo más hasta que bajara la crecida y pudiera regresar a Piedras de Molle o hasta que alguien pudiera salir del pueblo hacia Montevideo a buscarlo.
Para que no perdiera días de clase y viendo que el tiempo tardaba en mejorar, se decidió que Raymundo continuara, por el momento, sus estudios en Montevideo.
En realidad, Raymundo ya no volvió nunca más a vivir en Piedras de Molle.
Ahora solo iba al pueblo para las vacaciones, a visitar a la tía Juanita y a los abuelos Garmendia.
El tiempo pasaba lento en Molle pero rápido para Raymundo que, según don Garmendia, estaba mejor con su padre, así crecía y se hacía hombre, haciendo cosas de hombre y no bajo el ala de la tía Juanita donde “va a terminar afeminado, de tanto cuidarlo y darle mañas”, según decía el viejo, y repetía una y otra vez, mientras Juanita se deshacía en lágrimas.
Con Alberto, Raymundo siguió yendo a las carreras, al teatro serio y más tarde a “otros teatros” como gustaba decir Alberto Don Luis Garrillaga, el padre de Raymundo, estaba muy ocupado en su comercio, con los negocios, con Angélica y con los otros hijos, de forma que le prestaba poca atención a su hijo mayor. Raymundo tenía buenas notas en los estudios y nunca había quejas de su conducta. No había razón para preocuparse. Dinero no faltaba en la casa ni en el bolsillo de Raymundo. Angélica habitualmente le pasaba plata a Alberto “para que no le faltara nada al niño cuando iban de paseo”; eso le decía a su esposo.
Acerca de este tema, Alberto y Angélica habían tenido varias discusiones pero eso es otra historia.
Raymundo viajaba regularmente a Buenos Aires con Alberto y había hecho muchos amigos en la noche porteña. Pronto se transformó en empresario teatral y cambió su nombre. Nombre nuevo, vida nueva. Raymundo Garrillaga Garmendia pasó a llamarse Raymond Gard.
Atrás quedó el niño mimado, pálido, flacuchento, solitario, que jugaba a hacer teatro con recortes de revistas y postales coloreadas, que algunas tardes tomaba el té con su tía y el cura del pueblo, para transformarse en un joven mimado por el espectáculo bonaerense, siempre pálido y delgado pero alto y elegante con su cabello bien peinado, trajes bien cortados y zapatos de puro cuero.
Una sola vez volvió a Piedras de Molle, aunque solo por el día, para estar presente en la inauguración del “Teatro Garmendia”, local que había sido depósito de lana de propiedad de los Garmendia y que la familia había cedido generosamente al Municipio.
La casa natal del joven empresario Raymond Gard permaneció cerrada luego de que la tía Juanita se hubo ido a la estancia para estar más cerca de sus padres que envejecían como todo en Piedras de Molle, lentamente.
Era bastante tímido en la escuela y por eso sus compañeros lo molestaban. Por el contrario, como era huérfano de madre, que no de padre, las maestras lo consentían un poco; lo mimaban. Y Raymundo se retraía un poco más. Tan desgraciado era que cuando cualquier alumno se sentaba junto a él en el banco de la clase, aprovechaba para decirle por lo bajo, todo tipo de cosas malvadas. Malvadas para los niños de aquella época en que no existían los teléfonos móviles, las computadoras portátiles para trabajar en el aula, ni redes sociales y las cámaras de fotos las usaban solamente los adultos. No había posibilidad de acosar a los compañeritos de clase de otra forma que no fuera con cartitas escritas a mano en papel, susurros malintencionados, tiradas de pelo o burlas en el recreo. Todo a escondidas de las autoridades adultas. El hecho era feo sí, y se sufría como hoy pero a otra escala, en un círculo más reducido de personas. A veces nadie se enteraba porque los niños intuían que los otros niños pueden ser malvados y molestos en ciertas ocasiones. Resumiendo por el momento: Raymundo era huérfano de madre, preferido por las maestras y, cuando las docentes estaban distraídas, resultaba hostigado por sus compañeros. Como tampoco existían reivindicaciones explícitas para las niñas, también ellas soportaban las burlas estoicamente, derramaban algunas lágrimas, y luego las maestras rezongaban a los que se reían de las niñas que lloraban pero no podían impedir los hechos.
Luego del fallecimiento de María Mercedes Garmendia de Garrillaga, mamá de Raymundo, el pequeño había ido a parar a la casa de una de sus tías, hermana de su mamá, María Juanita Garmendia de Cortada.
La tía Juanita era una señora bastante apocada. Había quedado viuda de Francisco Cortada a poco de casarse y siendo aún muy joven, así que criaba a Raymundo como hijo propio, único, sobreprotegido, sobreatendido, sobredefendido, sobreayudado, sobre-regalado, entre otras sobre-acciones que incidieron en potenciar el carácter introvertido del pequeño Raymundo.
Raymundo Garrillaga Garmendia parecía más pequeño además, por ser delgadito, de aspecto frágil y más bien de baja estatura para su edad. Iba por lo general impecablemente vestido y estaba eternamente pálido, porque la tía, siempre preocupada de que enfermara o pusiera en peligro su vida, no lo dejaba salir demasiado al aire libre.
Raymundo tenía su dormitorio amplio en la casa de la tía, que vivió sola en Piedras de Molle por algunos años luego de la muerte de Francisco Cortada. La casa era de la familia Garmendia-Pelayo, gente acomodada, de muy buen pasar, dueños de campos para cría de lanares.
Pues sí. Raymundo creció solitario y sin visitar mucho a su padre, don Luis Garrillaga, que se había ido de Piedras de Molle a Montevideo con su pequeña hija, Antonia Inocencia María Mercedes Garrillaga Garmendia, apenas fallecida su esposa, mamá de la niña y de Raymundo.
En Montevideo, don Luis se había vuelto a casar y más tarde había tenido otros hijos. Cada tanto, a Raymundo, le llegaba alguna postal de Montevideo y algún regalo que había que ir a buscar a la Oficina de Correo en la capital del departamento porque en Molle no había correo.
Raymundo se sentaba sobre la alfombra de puro cuero y lana de oveja y desparramaba la colección de postales recibidas en las que se veían el Obelisco y otros monumentos de Montevideo, unas de playas acuareladas, llenas de sombrillas coloridas, arenas amarillentas, un mar azulado y cielos celestones algunos y medio verdosos otros; tenía algunas con edificios y calles llenas de autos y ómnibus, una calle con tranvías, otra de una tienda de muchos pisos llamada “London-París”, y la que más le gustaba era una vieja postal que era de la tía o que le había regalado la abuela, no recordaba bien, en la que se veía el “Teatro Urquiza”.
Cuando iba con la tía Juanita a la Mercería de Lolo, que también tenía revistas para canje y libros que los vecinos le llevaban para vender, Raymundo preguntaba si había postales. El Lolo le respondía con una enorme sonrisa, “todavía no, pero voy a traer”. Nunca trajo. Siempre pensó que no eran negocio.
El Lolo Martínez, gran tipo, iba a la capital del departamento y le traía el correo a la gente del pueblo. En la Oficina de Correos lo conocían bien y como sabían que el Lolo vendía dentaduras postizas en su comercio, siempre le pedían que contara alguna anécdota. El Lolo tenía esa capacidad, que solo alguna gente tiene, para hacer de sus cuentos una oportunidad para reírse con ganas.
Raymundo creció en Piedras de Molle lentamente, porque todo era lento en Piedras de Molle. El tiempo transcurría despacio.
Cada año la tía Juanita recibía de manos del Lolo dos catálogos del “London-París”: Primavera-Verano y Otoño-Invierno. Ella elegía entonces todo tipo de ropa, zapatos, gorros, guantes, útiles escolares y hasta algún disfraz elegante de los que le gustaban a Raymundo. Raymundo pasaba horas mirando esos catálogos. ¡Qué alegría cuando llegaba la encomienda llena de sorpresas!
- Que disfruten -decía el Lolo cuando llegaba con todos esos tesoros venidos de la elegante tienda capitalina.
Por eso Raymundo era la envidia de algunos compañeros; cada año, para la escuela, tenía útiles nuevos, flamantes, olores deliciosos de madera, cuero y papel nuevo.
-Pobre Raymundo -comentaba Dulce Margarita, la esposa del Lolo. – Tiene todo pero no tiene nada.
-No exageres, vieja -respondía el Lolo. -¿Sabés todo lo que va a heredar de los abuelos? ¿Sabés la plata que tienen los Garmendia? ¿Sabés la de lana que venden y mandan por el ferrocarril?
-Sí… pero está siempre tan pálido y tan flaquito. No juega con otros nenes. Al catecismo lo lleva la tía. Es monaguillo. Va a ser cura.
-¿Te lo dijo el Padre Ambrosio? Sabés que el cura toma el té con Juanita, la tía de Raymundo… A veces están los tres en la confitería.
-¡Lolo! El Padre Ambrosio es un hombre piadoso. – Dulce Margarita se persignó y exclamó por lo bajo – ¡Dios te perdone los malos pensamientos!
El Lolo se rió y luego, silbando, se puso a acomodar las revistas nuevas que le habían llegado. Las “Maribel” y “Chabela” para Juanita Garmendia y, cuando se conseguía, el “Billiken” para Raymundo. A veces llegaba “La chacra”. La mayoría eran revistas argentinas que a la gente de “Piedras de Molle” le gustaban mucho.
-Tienen buena salida -comentaba siempre el Lolo.- A las mujeres les encantan las modas, los moldes para costuras, los consejos para la casa…
En Piedras de Molle se recibía mejor la señal de las radios argentinas que las uruguayas, así que en el pueblo se estaba más al tanto de lo que pasaba en Buenos Aires que en Montevideo. Raymundo y su tía se sentaban cada tarde junto a la radio que estaba en el comedor y escuchaban “la novela”. Juanita lloraba con las tragedias de la chica abandonada por el novio elegante pero malvado, mientras que el empleado de la estancia moría de amor por la protagonista que no era otra que la chica abandonada por aquel novio elegante pero malvado. Casi siempre había algún padre muy patriarcal, una madre sufrida, una mujer muy cruel, crudelísima y otra llena de bondad; los malos eran malísimos y los buenos, buenísimos. Había hijos perdidos durante alguna guerra, soldados que regresaban paralíticos, ciegos o con cicatrices que afeaban sus rostros, chicas que luego de un “mal paso” se convertían en novicias de algún convento, venganzas y muchas, muchas lágrimas.
A Raymundo lo ponían muy triste esas historias. Le gustaban más los programas cómicos, los de preguntas y respuestas o los de aventuras en capítulos. La tía le decía que era mejor ponerse a leer un libro que escuchar demasiado la radio. Algunos títulos como “Bataclana por amor” eran, decía la tía, “muy fuertes para un niño”. Entonces Raymundo se iba para su dormitorio y recortaba fotos de las “estrellas” del cine argentino aparecidas en las revistas viejas que la tía le daba y se ponía a inventar historias que ambientaba con las postales y algunos juguetes. En sus “novelas” a veces se morían todos los personajes de formas trágicas, tan trágicas como pudiera un niño de ocho años inventar por aquellos tiempos en Piedras de Molle. Morían bajo las ruedas de un tren, en un accidente de auto que caía por un barranco, se ahogaban en un “caudaloso río” al caer de una diligencia. A veces, hacía que los protagonistas se besaran acercando las fotos y sus voces decían como en el radioteatro
-“Abrázame, Antonio. Dime que me quieres y que nunca me dejarás…”
-“Debo irme Rosaura, debo irme ya”
-“No me olvides, Antonio… ¡No me olvides!
Raymundo hacía el pitido del tren y el sonido de las ruedas que empezaban a rodar por las vías.
Luego, terminada la novela de la noche, la tía apagaba la radio y las luces de la casa y, antes de ir a acostarse, ayudaba a Raymundo a ponerse el piyama y meterse a la cama.
Raymundo rezaba junto con la tía a su ángel de la guarda: “Ángel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. No me dejes solo que me perdería.
Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, también con la Virgen y el Espíritu Santo.
Amén.”
Juanita arropaba a Raymundo, le daba un beso en la cabeza y las buenas noches.
La puerta del dormitorio del niño quedaba siempre entreabierta por si tenía que llamar a la tía.
Raymundo creció sin apuro en la casa de su tía y de cuando en cuando visitaba a los abuelos Garmendia en la estancia. Principalmente iba en verano, cuando no había escuela. Un coche venía a buscarlos. Cuando Raymundo era pequeño el coche del abuelo era tirado por caballos; con el tiempo iba a buscarlos un Ford enorme, negro, salpicado de barro o lleno de tierra según hubiera llovido o hubiera habido seca.
Como el verano era tan largo y caluroso en Piedras de Molle, Raymundo iba de visita a la casa de su padre en Montevideo. Hacía un poco de playa con su papá y su hermanita Antonia, cuatro años menor que él. Tenía dos medio hermanos, Lila y Javier, hijos del matrimonio de su padre con “la señora María Angélica” como la llamaba Raymundo.
Don Luis Garrillaga había puesto una zapatería en el centro de Montevideo y le iba muy bien. Tenía una linda casa casi en las afueras, por Malvín, muy cerca de la playa.
A Raymundo no le gustaba la playa ni el campo, le gustaba la ciudad. Le gustaba quedarse en la casa de su padre porque tenía una radio en el cuarto que compartía con el abuelo Alberto, que no era su abuelo, era tío de alguien, pero lo quería como si lo fuera. Don Alberto era muy conversador; se sentaba a la sombra de unos arbolitos que había adelante de la casa y ahí leía el diario, tomaba alguna copita de algo fuerte y de vez en cuando lo llevaba a dar una vuelta en auto por la ciudad. Eso le gustaba a Raymundo, la ciudad, los ómnibus, los tranvías, los autos y ¡el cine, los teatros! En Piedras de Molle no había cine todavía.
Como las vacaciones escolares eran largas, a veces Raymundo visitaba Montevideo en Carnaval. ¡Le encantaba el Carnaval! Aunque en el corso, los cabezudos los asustaban un poco.
El abuelo Alberto resultó vivir muchos años a pesar de que a Raymundo siempre le pareció viejísimo. Y Raymundo paseaba en auto con Alberto, iba a ver Carnaval, al centro y a la zapatería de su papá con… Alberto. Algo que le resultó bastante raro al comienzo pero al fin le gustó fue el Hipódromo de Maroñas. Las mujeres y los hombres iban bien vestidos y a los caballos los podía ver de cerca cuando los vareaban antes de las carreras. El abuelo Alberto parecía conocer a todo el mundo; hablaba con uno y reía con otro, compraba boletos en unas ventanillas y sonreía casi siempre. A Raymundo empezó a gustarle ese mundo de hombres, de autos lindos, de paseos, de “reuniones” en Hipódromo, de teatro y ciudad grande.
Cada año, al llegar las vacaciones, Raymundo soñaba con ir a la casa de su padre para estar con Alberto, para pasear con Alberto. Cada vez le gustaba menos ir a la estancia del abuelo Garmendia. En Piedras de Molle se aburría y no tenía amigos.
Iba a la misa los domingos, había tomado la comunión, terminado la escuela y llevado la Bandera Nacional en la fiesta de fin de año. Quería seguir estudiando pero en Montevideo. Ni a la tía Juanita ni a los Garmendia les gustaba la idea pero el padre de Raymundo no se oponía.
El verano más glorioso fue ese, al finalizar la escuela, cuando fue a Montevideo y Alberto había ido a esperarlo a la estación del ferrocarril. Su padre, María Angélica, los hijos de ambos y su hermanita, Antonia, se habían ido unos días a Buenos Aires y Alberto y Raymundo quedaron en la casa de Malvín. Ahí quedó sellado el futuro del pequeño.
Ocurrió que terminando las vacaciones hubo un temporal con mucho viento y lluvia y los caminos quedaron cortados. Los Garmendia se comunicaron con Garrillaga y le pidieron que lo “tuvieran” a Raymundo un tiempo más hasta que bajara la crecida y pudiera regresar a Piedras de Molle o hasta que alguien pudiera salir del pueblo hacia Montevideo a buscarlo.
Para que no perdiera días de clase y viendo que el tiempo tardaba en mejorar, se decidió que Raymundo continuara, por el momento, sus estudios en Montevideo.
En realidad, Raymundo ya no volvió nunca más a vivir en Piedras de Molle.
Ahora solo iba al pueblo para las vacaciones, a visitar a la tía Juanita y a los abuelos Garmendia.
El tiempo pasaba lento en Molle pero rápido para Raymundo que, según don Garmendia, estaba mejor con su padre, así crecía y se hacía hombre, haciendo cosas de hombre y no bajo el ala de la tía Juanita donde “va a terminar afeminado, de tanto cuidarlo y darle mañas”, según decía el viejo, y repetía una y otra vez, mientras Juanita se deshacía en lágrimas.
Con Alberto, Raymundo siguió yendo a las carreras, al teatro serio y más tarde a “otros teatros” como gustaba decir Alberto Don Luis Garrillaga, el padre de Raymundo, estaba muy ocupado en su comercio, con los negocios, con Angélica y con los otros hijos, de forma que le prestaba poca atención a su hijo mayor. Raymundo tenía buenas notas en los estudios y nunca había quejas de su conducta. No había razón para preocuparse. Dinero no faltaba en la casa ni en el bolsillo de Raymundo. Angélica habitualmente le pasaba plata a Alberto “para que no le faltara nada al niño cuando iban de paseo”; eso le decía a su esposo.
Acerca de este tema, Alberto y Angélica habían tenido varias discusiones pero eso es otra historia.
Raymundo viajaba regularmente a Buenos Aires con Alberto y había hecho muchos amigos en la noche porteña. Pronto se transformó en empresario teatral y cambió su nombre. Nombre nuevo, vida nueva. Raymundo Garrillaga Garmendia pasó a llamarse Raymond Gard.
Atrás quedó el niño mimado, pálido, flacuchento, solitario, que jugaba a hacer teatro con recortes de revistas y postales coloreadas, que algunas tardes tomaba el té con su tía y el cura del pueblo, para transformarse en un joven mimado por el espectáculo bonaerense, siempre pálido y delgado pero alto y elegante con su cabello bien peinado, trajes bien cortados y zapatos de puro cuero.
Una sola vez volvió a Piedras de Molle, aunque solo por el día, para estar presente en la inauguración del “Teatro Garmendia”, local que había sido depósito de lana de propiedad de los Garmendia y que la familia había cedido generosamente al Municipio.
La casa natal del joven empresario Raymond Gard permaneció cerrada luego de que la tía Juanita se hubo ido a la estancia para estar más cerca de sus padres que envejecían como todo en Piedras de Molle, lentamente.
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Me ha gustado mucho tu relato, me hizo acordarme de un compañero que tenía en la primaria. Nunca lo molesté pero tampoco hicimos amistad; a veces me digo que tal vez le habría hecho bien que me acercara, pues también era retraído y los demás se aprovechaban mucho de eso, pero hace años que no lo veo.
En fin, que me la he pasado muy bien leyendo, manejas un muy buen desarrollo en tus personajes. No es tan fácil transformar a una persona tímida y resguardada del mundo, a alguien con más carisma y seguridad en sí mismo.
Te pregunto, ¿has publicado algún libro o tienes planes de hacerlo? Saludos.
Hola, okrs. Gracias por tus comentarios. He ingresado a tu sitio y veo que tiene variadísimo material. ¡Qué bueno! En cuanto a la pregunta, sí. He publicado con anterioridad. Recientemente están en Amazon y para Kindle un conjunto de “Cuentos para niños”. Espero que, cuando tengas ganas, los disfrutes también. Saludos