El día se ensombreció un poco más. Un pesado trueno rodó golpeándose entre las nubes y cayó ruidosamente sobre la siesta costera. Un tero cerró el discurso cruzando el espacio con una línea de sonoros puntos suspensivos. Volvió la calma y tensó el silencio. El mar, oscuro y expectante, se había replegado dejando al descubierto las rocas desparejas de la orilla y las lamía apenas, sin apuro. Las gaviotas aguardaban inmóviles haciendo equilibrio sobre las piedras, observando, atentas, el horizonte subrayado en negro. El cielo ceniciento, bajo y espeso, mostraba algunos colgajos como motas enormes de lana gris, opaca y desgarrada. La playa vacía. Una franja de resaca, mezcla de algas marchitas, mejillones, restos de pescado, caracoles, basura urbana y alquitrán, marcaba un límite irregular e impreciso entre el mar y la arena que se desdibujaba en la distancia. Olía a sal y a mariscos con tal intensidad que casi se podía sentir en el paladar. El aire quieto lo envolvía todo paralizándolo y enmudeciéndolo. Una luz uniforme y sin brillo aplastaba el paisaje convirtiéndolo en una extensa fotografía descolorida.
Cecilia, de pie junto a la ventana, dejaba que el pensamiento y la mirada se perdieran en el gris. El ritmo pausado de las olas… Cada instante podría haber sido la repetición exacta del anterior. Ilusión de un tiempo detenido. Apariencia de una calma que encubre y posterga el instante en que todo comience. Esperar. Desear que de una vez las fuerzas se desaten. Miedo de lo supuesto. ¿Certezas? La tormenta estaba próxima; traería el desenlace. Quién sabe.
Algunos rápidos y silenciosos relámpagos doraron la lejanía.
– «El silencio no es soledad» – se dijo Cecilia.
Ahí, en el otro cuarto dormía Marcelo y más allá, a unos pasos estaban los vecinos. Era una tarde para dormir y descansar de todo el sol y el calor de los días pasados. Estarían durmiendo, claro. Ella no podía dormir. No quería. Acostarse ya no significaba descanso. No encontraba la forma de acomodarse. Estaba un poco mejor de costado pero darse vuelta le costaba bastante. Sentía las piernas hinchadas y pesadas. A lo mejor, si la tormenta pasaba rápido, luego podrían salir a caminar. El médico le había dicho que caminara y que todo estaba bien. Santiago llegaría en estos días.
– ¿Estás muy tranquilo, no? – preguntó Cecilia con voz apenas perceptible y acariciándose el abultado vientre. – Daría la impresión de que no estás apurado.- Hizo una pausa y sonrió.
– Dicen que los bebés escuchan a sus madres. Te quiero, Santiago pero me pregunto si sabré bien qué hacer cuando llegue el momento en que…- Cecilia aspiró profundamente. – ¿Cómo decirte? Te quiero ver. Quiero tenerte en brazos. Soñé tantas veces contigo… hasta te imagino cuando crezcas. Pero no puedo no tener miedo. ¿Cuánto dolerá? ¿Dolerá mucho? La enfermera que nos enseña a respirar dice que el dolor se puede dominar. Marcelo me va a ayudar…espero. Quisiera cerrar los ojos y que todo hubiera pasado…tenerte en casa, mirando el mar. Y cuando llegue el invierno, cantarte canciones y dormirnos delante de la estufa, con el fuego calentándonos y escuchar cómo cruje la madera y mirarte dormido en mis brazos, acariciarte. Me gustaría quedarme en casa y no ir más a trabajar. Aunque mis amigas que tienen hijos dicen que después voy a querer salir y no voy a poder. No sé cómo me voy a organizar, me dijeron que al principio es un lío de pañales, dar de mamar, hacerte dormir y volver a empezar… Mamá, tu abuela, va venir a darnos una mano. Tu papá dice que me quede tranquila, que no piense en nada, que todas las mujeres se arreglan. Me parece que es porque no quiere que mi mamá se meta. Y bueno, que venga Nelly, la madre de él. O que no venga nadie. Es capaz que es mejor. No quiero que te malcríen.
Cecilia suspiró.
– ¿Sabés, Santiago? Ya no quiero oír más cuentos de partos difíciles ni de partos facilísimos. Tu papá va estar conmigo cuando nazcas. Dice que quiere verte nacer.
Cecilia miró el cielo moverse lentamente.
– Dicen que las tormentas traen los nacimientos. No sé. No te enojes, Santi pero me voy a sentar, estás muy pesado. Aunque no te gusta mucho que me siente porque enseguida empezás a darte vuelta. Sin embargo hoy estás muy quietito. Dicen que eso es lo que pasa los últimos días. ¡Ay, Dios! – Cecilia frunció un poco el ceño. – Dios, que esté todo bien.
Cecilia se sentó en una mecedora que le había regalado su abuela. Le había dicho que “una mecedora era ideal”, que iba a estar más cómoda cuando tuviera el bebé en los brazos. Cuando naciera Santiago iba a tratar de ubicar la mecedora en su dormitorio aunque quedara todo un poco apretado.
Un nuevo trueno corrió sobre el mar.
– ¿Escuchaste, Santiago? Como dice mi abuela Lala «cuando trona piove…»
Cecilia se hamacaba lentamente manteniendo las manos cruzadas sobre la barriga. Cerró los ojos. Pensaba si podría volver a ponerse el vaquero elastizado. Estaba bastante cansada de usar siempre lo mismo. Recordaba los días de playa. Era lindo lucir orgullosa el embarazo. Al principio parecía que nunca iba a tener panza. No se le notaba nada. Después sí. Ahora llegaba el final y el comienzo: las dos cosas.
Un vientecito fresco y húmedo entró por todas las aberturas trayendo el olor del agua. Cecilia lo sintió en la piel, en la nariz y hasta sus oídos llegó el sonido de la lluvia golpeando el suelo reseco, el follaje sediento, los techos recalentados, el mar aletargado, la calle desierta.
Una música vino a su memoria, una canción, retazos de letra en un portugués chapuceado cuando de niña escuchaba los discos de su mamá: «son las aguas de marzo cerrando el verano, la promesa de vida en tu corazón…» Cecilia tarareaba bajito mezclando cada tanto algunos fragmentos de letra en un idioma viciado que a Vinicius le hubiera resultado un poco incomprensible.
«Las aguas de marzo.” – pensó Cecilia – «Promesa de vida»
Llovía con más intensidad. El agua caía en hebras desde el techo y bajaba por el camino de entrada hacia la calle. Olía a tierra mojada, a plantas, había perfume de jardín empapado. Cecilia abrió los ojos. Se puso de pie para regresar junto a la ventana. Las gaviotas ya no estaban sobre las rocas. El mar, que había despertado con la piel erizada, avanzaba sobre la playa. Las nubes modificaban, en lo alto, arabescos en gris. Tal vez la tormenta no llegara.
Se dirigió al que sería el dormitorio del bebé. Estaba todo pronto desde tiempo atrás pero a ella le gustaba dar un vistazo para asegurarse de que así era y que no faltaba nada. Sobre la cuna, preparada con la colchita que había sido de Jimena, la hija menor de una de sus hermanas había dos almohadones, uno celeste con forma de luna creciente y otro como una gorda estrella azul. Colgando de la lámpara, en el centro de la habitación, un móvil de maderitas livianas y coloridas, con formas de barcos. Sobre un costado, una cómoda baja pintada de blanco, el cambiador que también había sido de Jimena y sobre él, el “Moisés” primorosamente preparado. A su lado, como le habían dicho, el bolso con todo lo necesario para llevar al sanatorio. Cecilia detuvo en él la mirada. Otra vez le crecía adentro esa intranquilidad.
Giró y se asomó a su dormitorio. Marcelo dormía serenamente.
Regresó a la mecedora y cuando se hubo sentado, y mientras se hamacaba suavemente, cerró los ojos.
Llovía copiosamente.
– «De repente esta noche.”
– «Tal vez mañana.»
Para «Escenas – 12 relatos con mujeres» – 1997
Narración: Neré Alfonso (2019)
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