Mayo. Esta pintura cotidiana, monocroma, apagada, grisácea se ha volcado en innumerables oportunidades en relatos, novelas y películas uruguayas, como uno de los sellos distintivos de nuestro perfil ciudadano y capitalino. La narración transcurre a fines de los 90 del siglo XX, en una casa y en un barrio de clase media urbana de Montevideo.
Harta. Eso estaba. Harta de viajar a esa hora en el ómnibus, como ganado, cuando regresaba a la casa luego de estar prácticamente todo el día trabajando. Había caminado demasiado. Había sentido frío de mañana temprano, calor al mediodía, lo que la había obligado a cargar con la chaqueta, y desde hacía diez minutos, bronca y fastidio porque no tenía auto. Iba a dejar ese trabajo. La estaba matando. Por lo menos eso era lo que creía Estela.
-Yo me presenté – pensó. – Me parecía que iba a ser mejor que el otro y que me iba a dar más plata. Me tiene podrida.
Estaba deseando sacarse los zapatos, comer algo y descansar.
La calle estaba en penumbras. No había viento pero sí mucha humedad. Bajó a la calzada. La acera estaba intransitable. Había barro formado donde faltaban las baldosas y en un tramo donde las había estaban flojas o rotas. Cruzó y dobló. La última cuadra le parecía eterna y las carpetas que cargaba en el brazo le pesaban toneladas.
– ¿Cómo andás?
– Bien – contestó Estela. – ¿Vos?
– Bien. Chau.
– Chau.
Y ahí terminó la conversación con el vecino de al lado que siguió su camino con paso firme y dejó un rastro de perfume y baño recién tomado. Estela caminó unos pasos más. Se detuvo frente a una puerta despintada y tocó timbre. Esperó. Tocó otra vez. Nada. Buscar las llaves en la cartera le costaba demasiado esfuerzo pero no tendría otro remedio. Oscurecía rápidamente y casi sin luz debería encontrarlas al tanteo entre un millón de cosas que tenía guardadas. Como pudo descorrió el cierre sin descolgar la cartera del hombro. Metió una mano y antes de que llegara a ubicarlas en medio de monederos, estuches, lápices, pañuelitos desechables, libretitas… la puerta de la casa se abrió.
– ¿Dónde estabas? – preguntó Estela mientras avanzaba para entrar.
– En el comedor. ¿Cómo te fue?
– Como siempre.
Irma, la madre de Estela cerró suavemente la puerta y luego accionó el interruptor que encendía un farolito exterior. Se acercó a la hija. Se besaron rápidamente. Atravesaron en silencio el zaguán a oscuras. Más allá se veía la luz del comedor y podía adivinarse que el teleteatro de la tarde seguía su curso. Estela dejó las carpetas sobre una mesita junto a una ventana que daba a un pequeño patio abierto. Descargó la cartera en el suelo y se sacó los zapatos. Descalza fue hasta el baño, abrió la canilla del agua fría y se mojó bien las manos. Ahora deseaba eso más que nada, lavarse las manos. Se miró en el espejo del botiquín. Aquello ya no era maquillaje y mucho menos un pelo decente. Sacó un broche de adentro de un cajón y se recogió el cabello.
– ¿Te preparo un té? – oyó desde lejos.
– Si querés – contestó inmutable la imagen en el espejo. Así permaneció unos instantes más sintiendo el frío de las baldosas en los pies. Apenas un ligero suspiro antes de moverse para apagar la luz e irse para el comedor.
– ¿No te calzás? Te va a hacer mal. ¿Te sentís bien?
– No sé. Estoy muerta -contestó Estela mientras se sacaba la chaqueta y la dejaba colgada en el respaldo de una silla.
– Enseguida está pronto el tecito. ¿Querés una galleta o una tostada?
– No, mamá. Quiero tener plata para no tener que trabajar.
Estela se dejó caer en otra silla junto a la mesa.
– Yo hago lo que puedo. Ojalá pudiera darte más – le dijo Irma.
– Yo no digo eso. ¡Ya entendiste al revés!
– ¿No hablaste con tu jefa a ver si te da otra cosa?
– ¿Qué me va a dar? Recién entré. Ahora me aguanto o me voy -contestó Estela con malhumor.
El agua hervía y la taza aguardaba con el saquito de té.
– ¿Le ponés leche? – preguntó Irma acercándose a la puerta de la cocina.
La tanda comercial acababa en la televisión y se retomaba la acción que se había congelado minutos antes. «Y bien. ¿Qué venías a decirme?» – inquirió uno de los protagonistas a otro más joven que lo miraba ceñudo. Silencio.
– «Lo que estás esperando pero no quieres oír» – replicó el morocho más joven.
– «¿Qué puedes decirme tú… que yo no sepa?”
Irma y Estela detuvieron sus pensamientos y sus acciones frente a la presencia de una música que iba creciendo en intensidad apoyando un diálogo que lo necesitaba. Estela se levantó y sin perder de vista totalmente la pantalla, pasó junto a su madre que seguía con atención el teleteatro. Entró en la cocina. Apagó el fuego y vertió el agua hirviendo en la taza. Dejó la caldera sobre una hornalla, tomó la taza y regresó junto a la mesa. Las dos mujeres permanecieron en silencio.
«… aún aquello que todos supieron ocultar.» El morocho joven se dio media vuelta y mirando por una ventana, de espaldas al hombre mayor, puso cara de malo y se mordió el labio inferior.
Estela se sentó lentamente, con los ojos fijos en las imágenes y mecánicamente revolvió el té mientras seguía la acción.
– «Me buscaba, señor.»– María Candelaria abrió los ojos muy grandes y en un primer plano susurró: «¡¿Tú?!»
Ahora venía la publicidad. Estela mantuvo los ojos en el televisor pero la mirada se perdió en el vacío.
– Hoy me llamó tu tía – dijo Irma. Y continuó
– Dice que Alberto pasó horrible con la pierna y que está con un carácter que no lo aguanta nadie. Después llamala a tu tía que siempre pregunta por vos.
Estela respiró hondo y sin modificar su actitud respondió
– Después… ahora estoy cansada.
– ¿Te llamó Gustavo?
– Supongo que no. Nadie me dijo nada y yo estuve poco en la central. Me pasé caminando como una idiota.
– ¿Por qué idiota? Es tu trabajo. Tenés que dar gracias a Dios que tenés trabajo. Mirá otros…
– Los otros son los otros y yo soy yo. Dejame oír.
Irma obedeció la orden porque en realidad «La falsa» le gustaba y estaba en lo mejor de la trama.
– «Carlos» – susurró María Candelaria.
– «¿Se conocen? ¿Conoces a mi hijo?» – preguntó el hombre mayor. Se hizo un silencio durante el cual se alternaron primeros planos.
– «No, papá. Jamás la había visto. Encantado señorita» – dijo Carlos. Primer plano a María Candelaria que sonreía desafiante.
– «Encantado» – repitió Carlos con una sonrisa.
– «Encantada, señor»– respondió educadamente María Candelaria. Y prosiguió
– «Disculpen, disculpe señor Delafuente, solo traía unos papeles.»
– «Gracias. Déjalos y retírate, por favor. Hay algunas cosas que quiero platicar con mi hijo»
-¡Qué maldito que es Carlos! – acotó Irma, indignada por la situación.
– El padre es un podrido también. Y ella no es ninguna santa. Mirá cómo llegó al empleo y lo que es ahora. Está bien con el padre y con el hijo… y si hubiera otro con más guita lo enganchaba también.
– Sí, pero no te olvides lo que está haciendo por la madre. Todo lo que está haciendo es por…
– ¡Por venganza! – interrumpió Estela y tomó un sorbo de té.
– Y bueno, pero se lo merece el tipo ese. Es un asqueroso.
– ¡Shh! Oí – cortó Estela.
– «Mi secretaria pasará en limpio los papeles. Mañana los envío a tu abogado. Te pido, Carlos… te exijo discreción.»
– «¿Tú me exiges, papá? Tú ya no puedes exigir»
– Ella tiene que aprovechar ahora – comentó Estela. Ahora es cuando le va a poder sacar todo. ¡Que lo reviente al viejo maldito!
– A mí me parece que el viejo es el padre de ella.
– No. Nada que ver.
Vino la música y el corte. Estela quedó pensativa. Luego dijo para sí
– ¿No conoceré un tipo con guita allá en la empresa?
-¿Y Gustavo? Es un rico chico. Trabajador…
– Y con un sueldo de mierda.
-¡Estela! No es poca cosa tener un empleo decente. Gustavo es un buen muchacho, educado, correcto…
– ¿Y qué hago con un tipo decente, con un empleo decente? ¿Me siento a tomar mate en la puerta, engordando como chancha, comiendo fideos y arroz y lavando pisos? No, mamá. Yo quiero otra cosa para mí.
– Bueno…- Irma iba a continuar pero calló. No le gustaban estas discusiones. No entendía a Estela. Era joven y bonita. ¡Cuántos muchachos se le habían acercado! Ninguno le venía bien. ¡Qué cabeza! También tenía miedo. No quería que la engañaran poniéndole un coche en la puerta y prometiéndole cosas. Ella, su madre, conocía bien lo que era el engaño. Le alcanzaba con haber conocido al padre de su hija. ¡Que Dios lo tenga en la gloria! Pero nunca le había pasado ni un peso.
Los avisos seguían ofreciendo un fabuloso viaje a Miami en cuotas accesibles » para cualquier bolsillo», belleza y seducción para las piernas más bonitas, un almuerzo en un lugar de ensueño…
– Eso quiero. Ves, mamá. Vivir bien. No limpiando casas de otros, como vos.
A Irma le dolía oír hablar así a su hija. Ella le había dado todo lo posible. Le había pagado la academia para hacer secretariado y computación. No le exigía que pusiera nada del sueldo para la casa. Dijo
– Yo hice todo lo que pude… vos sabés…
– ¡Claro que sé! Sé lo que es vestirse con ropa que te daban tus patronas cuando yo era chica. Sé lo que es jugar en casas con calefacción, con los nenes ricos que me prestaban juguetes caros y me tenían lástima.
– No es así, Estela. No empecemos ¡Qué te pasa! ¿Por qué te ponés en contra mío?
– Ahí está. La víctima. ¡Yo no tengo nada contra vos, carajo! – gritó Estela con voz áspera y gesto duro.
Irma sabía en qué terminaba esto. No quería esa amargura para su hija.
– ¡Dios mío! – pensaba. – Ojalá que encuentre un hombre bueno.
En el silencio tenso prosiguió el teleteatro. María Candelaria estacionaba un lujoso coche deportivo en una calle de barrio. Oscurecía y ladraban los perros. La ropa de la chica y el auto contrastaban con la casa modesta y mal decorada.
– «Mamá» – exclamó María Candelaria al entrar y encontrar a la anciana acostada. A su lado otra mujer joven que leía en voz alta detuvo su lectura y miró a la joven que había llegado con rostro serio.
– «¿María?» preguntó la anciana.
– «Soy yo, mamá.»
– «¿Qué pasa, hija?»
– «Nada, mamita, nada»– decía María Candelaria acariciando la blanca cabeza de su madre. «Pronto, muy pronto…»
– «¿Qué, mi hijita?»– hablaba en un susurro la viejecita.
– «Muy pronto la voy a sacar de acá. Yo solo quiero que usted sea feliz»
Música de fin de capítulo. Títulos.
Los ojos de Estela se llenaron de lágrimas. Se levantó abruptamente. Arrancó la chaqueta del respaldo de la silla. Se calzó y salió del comedor rápidamente. Irma quedó sola, sentada frente al televisor que seguía ofreciendo la posibilidad de comprar sin pagar, las telas para la nueva temporada, un yogur sin aditivos para una mejor silueta… No pensaba en nada en especial. Solo sentía una especie de tristeza, de desaliento. Ella también tenía ganas de llorar. Se puso de pie sin apuro, recogió la taza a medio tomar y se dirigió a la cocina.
– ¡Mamá! – Estela llamó desde el otro extremo del comedor- ¡Me voy a bañar!
Estela cruzó la habitación y llegó hasta la puerta de la cocina. Irma lavaba la taza en silencio.
– Mamá – repitió Estela y se acercó un paso más.- No te preocupes. Yo también quiero que vos seas feliz.
A Irma se le hizo un nudo en la garganta. Permaneció de espaldas a su hija. La oyó alejarse y el momento en que cerraba la puerta del baño. Secó la taza, el platillo y la cucharita. Recogió con un trapito el agua que había salpicado, lo enjuagó y lo colgó en la ventana.
Permaneció inmóvil y pensó
– Yo también, Estela, yo también.
-Yo me presenté – pensó. – Me parecía que iba a ser mejor que el otro y que me iba a dar más plata. Me tiene podrida.
Estaba deseando sacarse los zapatos, comer algo y descansar.
La calle estaba en penumbras. No había viento pero sí mucha humedad. Bajó a la calzada. La acera estaba intransitable. Había barro formado donde faltaban las baldosas y en un tramo donde las había estaban flojas o rotas. Cruzó y dobló. La última cuadra le parecía eterna y las carpetas que cargaba en el brazo le pesaban toneladas.
– ¿Cómo andás?
– Bien – contestó Estela. – ¿Vos?
– Bien. Chau.
– Chau.
Y ahí terminó la conversación con el vecino de al lado que siguió su camino con paso firme y dejó un rastro de perfume y baño recién tomado. Estela caminó unos pasos más. Se detuvo frente a una puerta despintada y tocó timbre. Esperó. Tocó otra vez. Nada. Buscar las llaves en la cartera le costaba demasiado esfuerzo pero no tendría otro remedio. Oscurecía rápidamente y casi sin luz debería encontrarlas al tanteo entre un millón de cosas que tenía guardadas. Como pudo descorrió el cierre sin descolgar la cartera del hombro. Metió una mano y antes de que llegara a ubicarlas en medio de monederos, estuches, lápices, pañuelitos desechables, libretitas… la puerta de la casa se abrió.
– ¿Dónde estabas? – preguntó Estela mientras avanzaba para entrar.
– En el comedor. ¿Cómo te fue?
– Como siempre.
Irma, la madre de Estela cerró suavemente la puerta y luego accionó el interruptor que encendía un farolito exterior. Se acercó a la hija. Se besaron rápidamente. Atravesaron en silencio el zaguán a oscuras. Más allá se veía la luz del comedor y podía adivinarse que el teleteatro de la tarde seguía su curso. Estela dejó las carpetas sobre una mesita junto a una ventana que daba a un pequeño patio abierto. Descargó la cartera en el suelo y se sacó los zapatos. Descalza fue hasta el baño, abrió la canilla del agua fría y se mojó bien las manos. Ahora deseaba eso más que nada, lavarse las manos. Se miró en el espejo del botiquín. Aquello ya no era maquillaje y mucho menos un pelo decente. Sacó un broche de adentro de un cajón y se recogió el cabello.
– ¿Te preparo un té? – oyó desde lejos.
– Si querés – contestó inmutable la imagen en el espejo. Así permaneció unos instantes más sintiendo el frío de las baldosas en los pies. Apenas un ligero suspiro antes de moverse para apagar la luz e irse para el comedor.
– ¿No te calzás? Te va a hacer mal. ¿Te sentís bien?
– No sé. Estoy muerta -contestó Estela mientras se sacaba la chaqueta y la dejaba colgada en el respaldo de una silla.
– Enseguida está pronto el tecito. ¿Querés una galleta o una tostada?
– No, mamá. Quiero tener plata para no tener que trabajar.
Estela se dejó caer en otra silla junto a la mesa.
– Yo hago lo que puedo. Ojalá pudiera darte más – le dijo Irma.
– Yo no digo eso. ¡Ya entendiste al revés!
– ¿No hablaste con tu jefa a ver si te da otra cosa?
– ¿Qué me va a dar? Recién entré. Ahora me aguanto o me voy -contestó Estela con malhumor.
El agua hervía y la taza aguardaba con el saquito de té.
– ¿Le ponés leche? – preguntó Irma acercándose a la puerta de la cocina.
La tanda comercial acababa en la televisión y se retomaba la acción que se había congelado minutos antes. «Y bien. ¿Qué venías a decirme?» – inquirió uno de los protagonistas a otro más joven que lo miraba ceñudo. Silencio.
– «Lo que estás esperando pero no quieres oír» – replicó el morocho más joven.
– «¿Qué puedes decirme tú… que yo no sepa?”
Irma y Estela detuvieron sus pensamientos y sus acciones frente a la presencia de una música que iba creciendo en intensidad apoyando un diálogo que lo necesitaba. Estela se levantó y sin perder de vista totalmente la pantalla, pasó junto a su madre que seguía con atención el teleteatro. Entró en la cocina. Apagó el fuego y vertió el agua hirviendo en la taza. Dejó la caldera sobre una hornalla, tomó la taza y regresó junto a la mesa. Las dos mujeres permanecieron en silencio.
«… aún aquello que todos supieron ocultar.» El morocho joven se dio media vuelta y mirando por una ventana, de espaldas al hombre mayor, puso cara de malo y se mordió el labio inferior.
Estela se sentó lentamente, con los ojos fijos en las imágenes y mecánicamente revolvió el té mientras seguía la acción.
– «Me buscaba, señor.»– María Candelaria abrió los ojos muy grandes y en un primer plano susurró: «¡¿Tú?!»
Ahora venía la publicidad. Estela mantuvo los ojos en el televisor pero la mirada se perdió en el vacío.
– Hoy me llamó tu tía – dijo Irma. Y continuó
– Dice que Alberto pasó horrible con la pierna y que está con un carácter que no lo aguanta nadie. Después llamala a tu tía que siempre pregunta por vos.
Estela respiró hondo y sin modificar su actitud respondió
– Después… ahora estoy cansada.
– ¿Te llamó Gustavo?
– Supongo que no. Nadie me dijo nada y yo estuve poco en la central. Me pasé caminando como una idiota.
– ¿Por qué idiota? Es tu trabajo. Tenés que dar gracias a Dios que tenés trabajo. Mirá otros…
– Los otros son los otros y yo soy yo. Dejame oír.
Irma obedeció la orden porque en realidad «La falsa» le gustaba y estaba en lo mejor de la trama.
– «Carlos» – susurró María Candelaria.
– «¿Se conocen? ¿Conoces a mi hijo?» – preguntó el hombre mayor. Se hizo un silencio durante el cual se alternaron primeros planos.
– «No, papá. Jamás la había visto. Encantado señorita» – dijo Carlos. Primer plano a María Candelaria que sonreía desafiante.
– «Encantado» – repitió Carlos con una sonrisa.
– «Encantada, señor»– respondió educadamente María Candelaria. Y prosiguió
– «Disculpen, disculpe señor Delafuente, solo traía unos papeles.»
– «Gracias. Déjalos y retírate, por favor. Hay algunas cosas que quiero platicar con mi hijo»
-¡Qué maldito que es Carlos! – acotó Irma, indignada por la situación.
– El padre es un podrido también. Y ella no es ninguna santa. Mirá cómo llegó al empleo y lo que es ahora. Está bien con el padre y con el hijo… y si hubiera otro con más guita lo enganchaba también.
– Sí, pero no te olvides lo que está haciendo por la madre. Todo lo que está haciendo es por…
– ¡Por venganza! – interrumpió Estela y tomó un sorbo de té.
– Y bueno, pero se lo merece el tipo ese. Es un asqueroso.
– ¡Shh! Oí – cortó Estela.
– «Mi secretaria pasará en limpio los papeles. Mañana los envío a tu abogado. Te pido, Carlos… te exijo discreción.»
– «¿Tú me exiges, papá? Tú ya no puedes exigir»
– Ella tiene que aprovechar ahora – comentó Estela. Ahora es cuando le va a poder sacar todo. ¡Que lo reviente al viejo maldito!
– A mí me parece que el viejo es el padre de ella.
– No. Nada que ver.
Vino la música y el corte. Estela quedó pensativa. Luego dijo para sí
– ¿No conoceré un tipo con guita allá en la empresa?
-¿Y Gustavo? Es un rico chico. Trabajador…
– Y con un sueldo de mierda.
-¡Estela! No es poca cosa tener un empleo decente. Gustavo es un buen muchacho, educado, correcto…
– ¿Y qué hago con un tipo decente, con un empleo decente? ¿Me siento a tomar mate en la puerta, engordando como chancha, comiendo fideos y arroz y lavando pisos? No, mamá. Yo quiero otra cosa para mí.
– Bueno…- Irma iba a continuar pero calló. No le gustaban estas discusiones. No entendía a Estela. Era joven y bonita. ¡Cuántos muchachos se le habían acercado! Ninguno le venía bien. ¡Qué cabeza! También tenía miedo. No quería que la engañaran poniéndole un coche en la puerta y prometiéndole cosas. Ella, su madre, conocía bien lo que era el engaño. Le alcanzaba con haber conocido al padre de su hija. ¡Que Dios lo tenga en la gloria! Pero nunca le había pasado ni un peso.
Los avisos seguían ofreciendo un fabuloso viaje a Miami en cuotas accesibles » para cualquier bolsillo», belleza y seducción para las piernas más bonitas, un almuerzo en un lugar de ensueño…
– Eso quiero. Ves, mamá. Vivir bien. No limpiando casas de otros, como vos.
A Irma le dolía oír hablar así a su hija. Ella le había dado todo lo posible. Le había pagado la academia para hacer secretariado y computación. No le exigía que pusiera nada del sueldo para la casa. Dijo
– Yo hice todo lo que pude… vos sabés…
– ¡Claro que sé! Sé lo que es vestirse con ropa que te daban tus patronas cuando yo era chica. Sé lo que es jugar en casas con calefacción, con los nenes ricos que me prestaban juguetes caros y me tenían lástima.
– No es así, Estela. No empecemos ¡Qué te pasa! ¿Por qué te ponés en contra mío?
– Ahí está. La víctima. ¡Yo no tengo nada contra vos, carajo! – gritó Estela con voz áspera y gesto duro.
Irma sabía en qué terminaba esto. No quería esa amargura para su hija.
– ¡Dios mío! – pensaba. – Ojalá que encuentre un hombre bueno.
En el silencio tenso prosiguió el teleteatro. María Candelaria estacionaba un lujoso coche deportivo en una calle de barrio. Oscurecía y ladraban los perros. La ropa de la chica y el auto contrastaban con la casa modesta y mal decorada.
– «Mamá» – exclamó María Candelaria al entrar y encontrar a la anciana acostada. A su lado otra mujer joven que leía en voz alta detuvo su lectura y miró a la joven que había llegado con rostro serio.
– «¿María?» preguntó la anciana.
– «Soy yo, mamá.»
– «¿Qué pasa, hija?»
– «Nada, mamita, nada»– decía María Candelaria acariciando la blanca cabeza de su madre. «Pronto, muy pronto…»
– «¿Qué, mi hijita?»– hablaba en un susurro la viejecita.
– «Muy pronto la voy a sacar de acá. Yo solo quiero que usted sea feliz»
Música de fin de capítulo. Títulos.
Los ojos de Estela se llenaron de lágrimas. Se levantó abruptamente. Arrancó la chaqueta del respaldo de la silla. Se calzó y salió del comedor rápidamente. Irma quedó sola, sentada frente al televisor que seguía ofreciendo la posibilidad de comprar sin pagar, las telas para la nueva temporada, un yogur sin aditivos para una mejor silueta… No pensaba en nada en especial. Solo sentía una especie de tristeza, de desaliento. Ella también tenía ganas de llorar. Se puso de pie sin apuro, recogió la taza a medio tomar y se dirigió a la cocina.
– ¡Mamá! – Estela llamó desde el otro extremo del comedor- ¡Me voy a bañar!
Estela cruzó la habitación y llegó hasta la puerta de la cocina. Irma lavaba la taza en silencio.
– Mamá – repitió Estela y se acercó un paso más.- No te preocupes. Yo también quiero que vos seas feliz.
A Irma se le hizo un nudo en la garganta. Permaneció de espaldas a su hija. La oyó alejarse y el momento en que cerraba la puerta del baño. Secó la taza, el platillo y la cucharita. Recogió con un trapito el agua que había salpicado, lo enjuagó y lo colgó en la ventana.
Permaneció inmóvil y pensó
– Yo también, Estela, yo también.
Para «Escenas – 12 relatos con mujeres» – 1997
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