El lugar olía a papeles húmedos, pisos mal lavados, café, transpiración que pudo más que los desodorantes, a encierro y falta de aire. Olía a calor humano y a ozono. Olía a cortinas polvorientas. A viejo.
Ocho escritorios con máquinas de escribir, tapados por montañas de papeles en desorden, carpetas abiertas, expedientes amarillentos. Cuatro o cinco mesas grises con monitores y teclados más grises y grasientos. Una fotocopiadora. Ficheros y archivadores metálicos. En una esquina, un box, el único espacio flamante, con escritorio nuevo sobre el que se veía un calendario, un pequeño arreglo de flores artificiales blancas y rosadas, un teléfono y fax y al costado una mesita auxiliar con computadora. Era la única zona privilegiada con moqueta roja. Pegada al box, una silla en desuso cargaba con una máquina de escribir que conoció tiempos mejores y que ahora cubría una funda de plástico negro, arrugada, quebrada y con los pliegues blanqueando de tierra. A un lado, en el piso, una caja de cartón amarillento, con las esquinas rotas y los bordes gastados, hacía esfuerzos por contener una pila de escritos y los sujetaba con una doble pasada de hilo plástico. En otra esquina, detrás de un fichero metálico acodado a un armarito de madera se entreveía otro armario de cármica roja que se apoyaba contra la pared. Sobre él, una cafetera eléctrica con la jarra casi vacía, unas cuantas tazas, todas diferentes entre sí, algunas con restos de café, otros jarritos de cerámica, bolsas de nailon… En el rincón cercano, una heladera pequeña, baja y bastante nueva.
De una de las paredes laterales colgaba un cuadro al óleo, desvaído, con la tela agrietada, de dimensiones considerables y autor desconocido que hace años hubiera mostrado orgullo de nobleza. Hoy era una vieja pintura, patética y arruinada en su marco deslucido. En la pared opuesta, una abertura rectangular, más ancha que alta comunicaba con otro recinto. Al fondo, cuatro ventanas grandes, de vidrios fijos se recalentaban al sol que se filtraba entre unas venecianas verdes y destartaladas. Haces de luz amarillentos y desparejos, caían oblicuamente sobre el lugar. El polvo los decoraba moviéndose amodorrado bajo el aire asfixiante que se retorcía impulsado por tres ventiladores de techo. Cerrando el caos de escritorios, sillas y máquinas, un mostrador de madera deslustrada. Por delante, un espacio de más o menos diez pasos cortado por dos hileras de sillas plásticas amarillas. Algunos pasos más y por fin la escalera de acceso que guarnecía un cartel: «CONSTANCIAS- CERTIFICACIONES- HABILITACIÓN»
Música de la llamada “funcional» se desprendía de un parlante colocado en una columna a la derecha y se confundía con un murmullo sordo de palabras entremezcladas en una especie de zumbido colectivo.
Selva permaneció unos segundos en el umbral, bajo el letrero. No le era fácil reintentar, por tercera vez, completar el trámite. Esta vez no perdería la calma. Tomó aliento. Enderezó la espalda y levantó ligeramente el mentón. Se acomodó el bolso que llevaba colgado al hombro y sujetó con firmeza la agenda. Miró hacia adelante. Como en las oportunidades anteriores el lugar estaba lleno de gente y las pocas sillas frente al mostrador, ocupadas.
Detrás del mostrador, junto a uno de los escritorios, un hombre de pie, conversaba con dos mujeres, una sentada en la silla y otra apoyada en el borde de la mesa. Más allá, ubicadas en cuatro escritorios enfrentados dos a dos, otras tantas mujeres conversaban animadamente. Un funcionario joven revisaba papeles colocados sobre el mostrador. Tomó el micrófono y lacónicamente dijo:
– Treinta y seis.
Selva se acercó y de un dispensador tomó un número. ¡Ochenta y tres! Se sentía agobiada.
– ¿Va rápido? – preguntó a una señora que se abanicaba con unas hojas impresas.
– Y…más o menos…según. ¡Qué vamos a hacer! Hay que esperar… Qué calor ¿no?
– Ajá…- respondió Selva que no tenía ganas de ponerse a conversar. Caminó algunos pasos y se dispuso a esperar y observar. Las cuatro mujeres de más al fondo alternaban risas con tramos de conversación en voz baja. El hombre y las dos mujeres cuchicheaban. El funcionario joven que atendía en el mostrador masticaba chicle y anotaba algo en un formulario. Hizo pasar a la persona que estaba atendiendo al otro lado y le indicó que se sentara. Él, por su parte, tomó asiento frente a una computadora y tecleó. Miró el monitor y esperó. Volvió a teclear, preguntó algo, sin dejar de masticar y sin mirar, al pobre hombre que se secaba el sudor de la frente con un pañuelo arrugado. Finalmente se levantó. Salió hacia el otro recinto y desapareció. Selva observaba la escena. El pobre hombre cambió de posición en el asiento y miró con incrédula expectativa hacia el pasaje por donde el joven funcionario había salido. El otro hombre, el empleado que conversaba con las dos mujeres, no se dio por aludido, toda su atención se dirigía a seguir el cuchicheo. Las funcionarias en rueda de cuatro le parecieron a Selva un grupo de vecinas a quienes se las hubiera sorprendido en el zaguán de una casa de barrio criticando y enjuiciando la vida de otros y mirando con recelo a los desconocidos que miraban del otro lado de la calle. De este lado, los condenados esperaban turno. Algunos se rebelaban contra su suerte, maldecían, otros se resignaban, otros se adormecían en las sillas, bostezaban, había quien dejándose llevar por el desconsuelo abandonaba el lugar, otros, desafiando la prohibición, encendían un cigarrillo. En un rincón, un grupito planeaba la rebelión contra el abuso de los empleados. Selva sintió el llamado de la justicia, se acercó al mostrador y dijo a viva voz
– ¡¿No hay quien atienda acá?!
Decenas de ojos se dirigieron a ella. Las vecinas del fondo detuvieron apreciaciones sobre la vida ajena y la miraron con desprecio. Los cuchicheantes, con extrañeza. El hombre del trío, un adulto alto y delgado, de bigote oscuro, pantalón gris y camisa rayada, miró a una de las mujeres que lo acompañaban, la que se apoyaba en el borde de la mesa y vestía una mini de jean y un bucito anaranjado todo tan ceñido que dejaba adivinar generosidades naturales y gastronómicas. La otra era flaca y por encima le caían una blusa marrón y una pollera clara que colgaban sin gracia. El otro hombre, el solicitante, que todavía aguardaba al joven funcionario que lo estaba atendiendo, dejó en suspenso el ademán de secarse el cuello con el pañuelo ya húmedo. Los demás que aguardaban turno hicieron silencio y por unos segundos solo se oyó la insulsa música que se chorreaba por los parlantes. Selva paseó su mirada desafiante sobre los funcionarios de detrás del mostrador y la fijó en quien le pareció más vulnerable: el funcionario alto.
-¿No va a atendernos nadie?- preguntó con suavidad fingida y una sonrisa.
– Señora, – respondió el hombre con amaneramiento natural y mirando en todas direcciones – el funcionario salió pero enseguida vuelve.
– ¡Pero si usted no sabe ni dónde está!
– ¿A usted le toca ahora, señora? – casi gritó desde el fondo una funcionaria de voz chillona.
Un silencio beligerante se había apropiado del público que aguardaba.
– No, pero no puedo esperar toda la mañana.
– No se ponga nerviosa que los vamos a atender a todos.
– Menos mal – contraatacó Selva con ironía y siguió
– Ya nos dimos cuenta cómo se ocupan del trabajo.
– A ver, señora ¿qué le pasa? – dijo la ceñida mientras se despegaba de la mesa y avanzaba sacando pecho.
– Que hay un solo funcionario atendiendo y siete al santo botón.
– El funcionario está atendiendo porque es su turno…
– ¿Hay un encargado? ¿Quién es?- preguntó Selva
– La jefa salió pero de todas formas cuando venga no atiende público.
-¡Qué fantástico!- dijo Selva con subrayada ironía
– ¡Treinta y siete! – llamó la ceñida.
– ¿Cómo, ahora le tocó el turno a usted para atender?
Selva vio que la mujer sonreía a la persona que se acercaba al mostrador portando el número treinta y siete. Tres de las vecinas bajaron las cabezas y se sumergieron en la lectura de unas carpetas. La cuarta se sentó frente a una de las computadoras y se puso a teclear. La flaca abrió un cajón y sacó unos papeles. El hombre que la acompañaba se dirigió a otro escritorio. Por la puerta de acceso a la otra parte entró otra mujer vestida con un traje de chaqueta azul y blusa rosada. Era pelirroja y enrulada. Llevaba un collar de cuentas blancas de varias vueltas y tacos altísimos. En las manos huesudas y pecosas varios anillos y las uñas largas y encorvadas barnizadas de púrpura. Cruzó el salón pasando como una reina por los corredores del palacio. Entró en el box y cerró la puerta. “La jefa”, pensó Selva y dijo:
– Señorita, disculpe, quisiera hablar con la jefa.
– Ya le dije que no atiende público- contestó
– Esto es una tomadura de pelo. Exijo hablar con la jefa.
Nada. Nadie le contestó. El pobre hombre sudado, olvidado y avejentado por la tensión seguía aguardando al funcionario joven que no regresaba. Hacía más calor. Selva creyó sentir cómo le hervía la sangre y le golpeaba en oleadas dentro de los oídos. El público, sentado o de pie, se agitaba, olvidado el incidente, esperando el turno para ser atendido y poder irse a un lugar más fresco. El rumor de voces volvió a cubrir el salón y aplastó la música hacia los rincones. Solo una señora de cabello blanco que se apoyaba en un bastón se acercó a Selva para decirle:
– No vale la pena, mija. Ya nos van a tocar.
– Esto es indignante. ¡Qué caradurismo!
– Qué va a hacer. ¿Tiene un número muy alto?
– Ochenta y tres.
– No se preocupe. Ahora va a ir rápido.
La señora caminó lentamente hacia las filas de sillas. Una chica joven le ofreció el asiento. La jefa, dentro de su box, hablaba por teléfono y hojeaba una agenda. La funcionaria ceñida había derivado al treinta y siete hacia otra funcionaria en una computadora.
– ¡Treinta y ocho!
Selva vio el corte en el mostrador que daba paso hacia el otro lado. La flaca enroscaba un mechón lacio con los dedos de una mano y escribía algo con la otra en unos formularios. Las vecinas tecleaban y de vez en cuando cruzaban algunas palabras. El funcionario alto, luego de mirar su reloj de pulsera, se levantó y fue hasta la fotocopiadora. Selva, sin prisa, segura y sin dudar pasó la frontera hacia el otro lado y antes de que nadie pudiera detenerla golpeó la puerta del box.
– Adelante- dijo la jefa sin mirar hacia la entrada.
– ¡Señora…! No puede entrar – gritó alguien a las espaldas de Selva.
Selva entró sin vacilar y cerró la puerta tras de sí. La ceñida dejó inmediatamente lo que estaba haciendo y marchó hacia el box. Antes de que entrara, la jefa, con una seña, le indicó que se fuera. Indignada, la echada frunció los labios y miró a la flaca. Luego con un significativo movimiento de cabeza y de ojos le señaló a las vecinas el box. Después se encogió de hombros y regresó al mostrador con aire de «ofendida pero no me importa”. Las vecinas no aguantaron y se pusieron a comentar. La flaca no entendía qué pasaba y se levantó hacia la fotocopiadora donde el alto poco iba a poder decirle porque estaba de espaldas a los hechos. El pobre hombre que aguardaba al funcionario joven se derretía en la silla.
– ¡Treinta y nueve!…¡Cuarenta!… ¡Cuarenta! … ¡Cuarenta y uno!
Un muchacho con un portafolios se dirigió al mostrador. La ceñida no podía seguir atendiendo tranquila. Miraba de reojo el box y a las dos mujeres que, adentro, conversaban animadamente. Ni una palabra podía adivinarse desde afuera. De repente, la jefa se puso de pie y sin salir del box dirigió su mirada al hombre abandonado junto a la computadora. Volvió a sentarse. Ahora todos lo funcionarios estaban alerta de lo que ocurría en el despacho de la jefa. Una de las vecinas casi corrió hasta llegar hasta la sala contigua para regresar en segundos flanqueada por el funcionario joven que, masticando chicle, tomó su puesto en la computadora, le extendió un papel al pobre hombre abatido que firmó tembloroso al pie del documento. Terminado esto, con cara de agradecido y sonrisa de agotada satisfacción, se levantó con esfuerzo y salió arrastrando los pies.
Las once y cuarenta y cinco. El sol ya no entraba oblicuamente. Ahora envolvía al edificio y el calor subía por la escalera de entrada cerrando el paso y colgaba como gel espeso de los techos. Cualquiera diría que de un momento a otro los ventiladores dejarían de funcionar. Tal vez hubiera sido lo mejor. La jefa volvió a ponerse de pie. Abrió la puerta.
– ¡Olga…! El sello de habilitación.
La voz era potente y tenía el sello de aquellos a quienes no se puede contradecir.
Olga, la ceñida, tomó el sello del escritorio de la flaca y lo alcanzó a la jefa.
– Gracias, Olga – dijo. Y cerró la puerta.
Las vecinas observaban con rencor a Selva que intercambiaba frases con su interlocutora y lo hacía con una sonrisa. La camisa del alto se veía húmeda y se le pegaba a la espalda. La flaca tomó el lugar de Olga y llamó al siguiente. Era la señora de pelo blanco con bastón. Sonriente, dijo al alcanzar el mostrador
– Qué rápido que van ahora. Menos mal.
La flaca no contestó y con la misma sequedad y falta de color de su piel en la voz, preguntó al tiempo que se colocaba un mechón detrás de la oreja:
– ¿Si?
Olga regresó al mostrador y llamó a otro número. El joven funcionario se acercó al alto y cambiaron unas palabras mientras miraban discretamente hacia el box. Dentro de él las dos mujeres se pusieron de pie y siguieron conversando. Selva señaló hacia donde estaban las vecinas y luego hacia el centro de la sala. La jefa escuchaba atentamente y asentía a algunas frases. Finalmente, Selva abrió la puerta.
– Gracias- se le oyó decir a la jefa.
– Por favor. Encantada – dijo Selva. Se saludaron con un beso.
Selva atravesó el espacio que la separaba del mostrador sin mirar a nadie y con una sonrisa en los labios. Caminó hasta la escalera. Allí se encontró con la señora del bastón.
– ¿La atendieron, abuela? – preguntó Selva mientras la ayudaba a bajar.
– Gracias, mija. Sí. Y cómo te miraban los empleados. Se pusieron nerviosos. Te admiro el coraje.
– ¿Ah, si? ¿La atendieron bien?
– Yo estuve toda la espera mirándolas a ti y a la encargada…o la jefa… y a los empleados… ¡Cómo se apuraron!
La señora se rió divertida y siguió:
-Pero estuviste muy bien. De vez en cuando hay que llamarlos al orden.
La abuela se detuvo en el último escalón.
– Solo espero que no suspendan a alguno -agregó con seriedad.
– No creo. Porque lo que le di, como decoradora, fueron algunos consejos para mejorar el lugar y me ofrecí a ayudarla. Todo el rato conversamos de decoración y además… me llevo mi habilitación.
Para «Escenas – 12 relatos con mujeres» – 1997
Comenta en Facebook