Fue a mitad de mi embarazo que decidí escribir lo que más y mejor recordara de aquella búsqueda que había tropezado con un hallazgo inesperado, una serendipia como la del cuento de los tres príncipes de Persia. Buscando una colección de discos de pasta, que se suponía olvidada en un viejo edificio próximo a demoler, encontramos una biblioteca identificada con una chapita de metal en la que se leía “Piedras de Molle – Dirección”.
No éramos tres príncipes intrépidos sino dos tranquilos empleados públicos: Raúl Méndez, a quien todos llamaban Coco, y yo Melisa Ortiguera, que con el permiso de los jefes de la oficina en en la que trabajamos hasta hoy, salimos a la pesca de tesoros abandonados. Camuflados ambos bajo la misión de descubrir documentos valiosos para el archivo histórico logramos revolver entre papeles sin valor alguno, nos llenamos de polvillo acumulado en muebles y pisos, espantamos algunas arañas de sus telas colgantes y, aunque por suerte no los vi, porque siempre fuimos de día, cucarachas y ratones huyeron de nosotros o, tal vez, nos espiaban desde sus escondites.
Durante muchos días de un invierno lluvioso y gris buscamos una colección de discos con grabaciones antiguas, supuestamente invaluable, que nunca apareció y terminamos encontrando mucho más; en definitiva, sí recuperamos documentos que de otra forma habrían quedado bajo los escombros de un edificio a demoler. Para Coco significaba una oportunidad para salir del tedio de nuestro aburrido trabajo, pero para mí era ir tras algo, que interiormente me despertaba un cierto espíritu de viejo bucanero o, tal vez, el renacimiento de la adolescente aventurera que me habría gustado ser. El recuerdo de todo aquello es delicioso; es el recuerdo de una travesura infantil, es la sensación de ser niños que juegan a cruzar los mares para encontrar una legendaria y misteriosa isla. Es reírse de una chiquillada inocente y feliz, un poco tramposa y maravillosa, también. Éramos un par de adultos jugando, entusiasmados, a mover un poco la rutina. En definitiva llegamos a una isla, una descascarada, húmeda, carcomida, solitaria, olvidada y aislada oficina en medio de un mar de calles abrumadas y tristes, en una ciudad que suele deshacerse de muchos rastros, más complejos o más simples, que deja perderse en los océanos de la memoria las historias culturales y humanas para conformarse, callada y orgullosa, con plantar estatuas, estelas, bustos y placas rígidas en plazas y parques.
Podría haber sido un día más de trabajo externo, un poco menos hastiado y hastiante que lo usual; sin embargo el recuerdo de esa mañana en un día oscuro, amenazante de lluvia y viento, sola, abandonada yo también, porque la inquietud de Coco era su virtud y su pecado, en aquella vetusta ruina metropolitana, fue el comienzo de todas las historias que trataré de contar. Fue abrir una puerta a un lugar celosamente guardado, un pueblo encantado, un lago, un cielo estrellado que se adivina entre las ramas del monte nativo, un camino, una plaza, una iglesia, la escuela, la vida sin prisas, horas domesticadas al abrigo de las costumbres.
Tal vez olvidé algunos detalles, ni hablar de fechas -que nunca estuvieron presentes o no las retuve-, pero aseguro a quien lea estos relatos, que fue abrir un cofre de memorias tan familiares como ajenas, que llegaron a mí en las palabras de dos de sus protagonistas: Manuel “Lolo” Martínez y Américo Fernández. Reviví con ellos momentos, instancias, sucesos y vivencias de algunos habitantes de un poblado: Piedras de Molle.
Este friso de bajorrelieves vibrantes, que intentaré narrar, comenzó a asomarse al desanudar un austero hilo de cáñamo que sujetaba prolijamente un montoncito apretado de hojas de papel envejecido.
El atadito lo saqué con el mayor de los cuidados desprendiendo una madera delgada, de la parte de atrás de una biblioteca vieja, que exhibía en su parte delantera un breve letrero en metal con la leyenda “Piedras de Molle – Dirección”. En aquel momento no sabía qué era “Piedras de Molle” ni de qué Dirección se trataba. Pensé en varias posibilidades: oficina de dirección del correo, de la policía, un periódico, una escuela…
Descubrir aquellos poemas y textos cuidadosamente escritos a mano, con tinta, a los que el encierro, la humedad y los años habían borrado fragmentos, fueron instantes de una inmensa emoción.
Esos pocos poemas de un escritor español radicado en nuestro Uruguay, Enrique Rufino Henríquez, de quien solo hay registro en la memoria de quienes lo conocieron, son los únicos textos que se conservan, que conservo, debería decir, cuidadosamente guardados en una caja de madera de sándalo. De sándalo porque es mágico, místico y fragante, aunque extranjero y protegería, pensé, esos recuerdos y tal vez otros tantos, de la vida de lo que fue Piedras de Molle. Las historias que relato y las que quedaron guardadas en el bosque nativo, entre los molles, los lapachos, los talas, los ceibos, los sauces que acarician aguadas, enredadas en los zarcillos de algún mburucuyá, enganchadas en espinillos, protegidas por esmeradas arueras o a la sombra de las cina cina, desempolvadas cada tanto por los plumerillos, aromadas por cedrón y marcela, durmiendo en las salvias trepadoras junto a un arroyo, observando desde lo alto del monte o aguardando apostadas en las cuchillas, las he heredado y las muestro ahora como un tesoro para que otros las guarden cuando yo ya no esté.
Pues bien, como he redactado una buena cantidad de pequeños textos para algunos museos y centros nacionales de Historia, de Arte, de Educación, informes sobre diversos temas para folletería y prensa, escribí estas memorias, tal vez con poca técnica, pero con mi alma aventurera alimentada por los libros de la Colección Robin Hood y los cuentos de hadas de la editorial Molino, de mi niñez y adolescencia, para que juntos, con el aroma del sándalo místico y la resistencia olvidada de nuestros bosques nativos, alguien alguna vez encuentre a Piedras de Molle y a sus habitantes.
Según me contaron, todo fue y se fue así en el pueblo, de a poco, lentamente. En silencio. Sin estridencias ni demoliciones. Sin catástrofes naturales, ni guerras, ni guerrillas, ni epidemias, ni invasiones. Primero fue la retirada de los más jóvenes y luego, por las leyes de la vida, se fueron yendo los viejos.
Los últimos encuentros con Américo y el Lolo en aquel barcito céntrico de Montevideo ocurrieron por allá cerca de la Fiestas en diciembre. Tenía mucho para hacer preparando mi fiesta de casamiento. En febrero Álvaro, mi novio, esperaba dar su último examen y recibirse de ingeniero. Todos estábamos agitados, ansiosos y nerviosos.
Álvaro terminó su carrera en febrero y en marzo nos casamos.
No viene al caso que les cuente de la boda, pero lo que sí viene al caso es que Américo y el Lolo con su señora, Lisette, estuvieron en la fiesta.
El Lolo hizo bailar a Américo el vals conmigo a pesar de su resistencia. El Lolo bailó con su señora y conmigo, como si la edad no pesara en su cuerpo y menos en su espíritu.
Les reservamos una mesa para ellos tres junto con el Presidente y el Secretario de la Sociedad de Anecdotarios de la Memoria y sus esposas, que habían sido tan gentiles de recibirme siempre en su sede.
Nosotros, Álvaro y yo, nos fuimos al día siguiente de luna de miel a Brasil y regresamos con tiempo para despedir al grupo de los “anecdotarios” que partía, a mediados de abril, hacia París. Américo iba con ellos. Puedo sentir todavía la emoción de su corazón. Cuando nos dimos la mano y un gran abrazo me dijo: “no tengo cómo agradecer al Lolo y a estos franceses divinos. No tengo cómo agradecerle a usted, Melisa…” Con los ojos húmedos en lágrimas acotó algo en lo que siempre hacía hincapié: “qué pueblo generoso Piedras de Molle”.
El Lolo repetía “or vuar” (au revoir) en su gracioso francés y desde la escalerilla del avión sacudía un gran pañuelo blanco ante la sonrisa de la azafata que recibía a los pasajeros mientras Lisette se sujetaba el cabello para no despeinarse y lo empujaba suavemente para que se diera prisa.
Tiempo después fueron llegando postales y alguna que otra carta con fotos del grupo frente a la Torre Eiffel, en los bateaux mouches por el Sena, en el imponente Arco de Triunfo, la plaza Vendôme, el Jardín de las Tullerías, las calles y los bares en terrasses, con mesas y sillas en las veredas de la ciudad llena de gente, llena de luz.
El tiempo pasó desde la última carta que anunciaba el regreso de algunos viajeros y la llegada de los nuevos que venían a trabajar en Uruguay. Lisette, el Lolo y Américo se quedarían en Francia, en la casa de la esposa del Lolo. Estoy segura de la intercesión del Lolo en esta decisión.
Pasó el invierno y el verano y al llegar un nuevo otoño, y aprovechando la Semana de Turismo, decidimos rumbear hacia Piedras de Molle. Yo tenía las indicaciones que me había dado el Lolo y con esos datos y en el auto del padre de Álvaro iniciamos una nueva búsqueda. Llegar a la capital del departamento no fue problema. El tiempo era ideal, fresco y luminoso todavía. Allí estábamos, con el mapa de Uruguay desplegado sobre el capó del Ford Escort cuando se acercó a nosotros una pareja, él era un hombre alto y delgado al que acompañaba del brazo, una señora. Nos preguntaron si necesitábamos ayuda, si éramos turistas, si buscábamos hotel. Cuando le dijimos que buscábamos el camino para llegar a Piedras de Molle, el hombre miró a la señora y ambos sonrieron. Nos dieron algunas indicaciones: tomar la avenida central hacia las afueras continuar por el camino de la derecha, seguir unos tales kilómetros, “van a pasar por la antigua estancia de los Garmendia, que se sigue llamando Garmendia aunque los dueños cambiaron”.
La señora con una amplia sonrisa me comentó
–Permítame que nos presentemos, mi esposo: Ambrosio Delgado y yo soy Juanita Garmendia. Somos de acá. Yo viví por estos lados.
Nos presentamos también nosotros, pero no me animé a decirles “yo los conozco. El Lolo Martínez nos contó que usted era sacerdote y que Juanita era viuda desde muy joven, que había criado a un sobrino, Raymundo, y que luego se había ido del pueblo a vivir en la estancia para cuidar a sus padres”.
No me animé a abrazarlos y decirles “¡Felicidades! Estoy tan contenta de que finalmente estén juntos”.
Intercambiamos un par de frases más y luego ellos se fueron a tomar el ómnibus que los llevaría a Montevideo.
Yo me quedé mirándolos con una sonrisa que no se me despegaba de los labios.
–Ay, Álvaro. Hay cuentos de hadas que son verdaderos. Adoro los finales felices.
Recuerdo que abracé a Álvaro que me dijo algo así
–No sé a qué te referís, Meli, pero me parecieron macanudos los veteranos. La gente del interior es siempre amable dicen, ¿no? Vamos antes de que baje el sol.
Dimos vueltas por los caminos, creímos habernos perdido en la penillanura y retomamos la carretera principal. El sol bajó; regresamos a la ciudad. Comimos en un restaurante del centro y luego nos fuimos temprano al hotel para salir al día siguiente.
Piedras de Molle se escondía de nosotros.
Estábamos ya acostados en nuestra habitación y antes de apagar la luz Álvaro comentó mirando el techo, con esa expresión tan suya de gente que ama las cosas que tienen lógica y cálculo matemático
–Piedras de Molle –dijo. –¿Cuál es el sentido del nombre? Los árboles son…árboles y las piedras pertenecen a otro reino. ¿Cómo cierra un mineral de un vegetal? Carbón. ¿Será carbón de molle? Piedras de carbón de molle. Carbón vegetal. Eso podría ser. ¿No?
Y apagó la luz.
Recuerdo que soñé que caminaba entre los árboles del monte, no sabía bien qué camino tomar pero no me sentía perdida. Escuchaba el agua corriendo entre las piedras. Podía ver mis pies descalzos. Mi pollera se enganchaba en una espina de uña de gato y yo tironeaba para soltarme. Escuchaba las campanas de la Iglesia de Nuestra Señora Agradecida.
Estaba sonando el teléfono de la habitación del hotel. Álvaro se estaba bañando, se escuchaba el agua de la ducha y su voz llamándome
–¡Meli! Atendé el teléfono que estoy en la ducha. ¡Melisa!
–Voy –dije tratando de despegar los ojos y extendiendo un brazo para atravesar la cama y alcanzar el tubo.
–Hola.
–Buenos días, señora. Su esposo nos pidió que los despertáramos a esta hora. Cumplimos con el encargo.
–Gracias. Estamos despiertos –dije tratando de aguantar un bostezo.
–Muy bien, señora. Hasta luego.
“Te voy a matar, mi querido Álvaro”, pensé pero no fue lo que dije.
Luego de desayunar en el hotel, un desayuno bien criollo con café con leche, rodajas de pan casero, queso y dulce de membrillo y una porción de torta de manzana como las que todavía hace mi mamá, con almíbar y pasas de uva, salimos a buscar el auto.
Ya no estaba tan lindo como el día anterior. Se presentía lluvia. El otoño en Uruguay, por lo general, es bastante húmedo y lluvioso. No era de extrañar que se largara un chaparrón en algún momento.
No había mucho movimiento en la calle. El hotel en el que nos estábamos quedando estaba casi frente a la plaza. En nuestros pueblos y ciudades siempre hay una plaza que es el corazón del lugar. En su entorno: la iglesia, la escuela, la comisaría, el hotel más caro, si es que hay más de uno, una confitería, un restaurante. Como estábamos en días feriados no había movimiento de escolares ni de liceales.
Mientras Álvaro iba de regreso a la habitación a buscar las llaves del auto tuve la intención de sentarme un rato en la plaza. Crucé la calle y me dirigí al quiosco que estaba sobre la otra calle. Compraría el diario de Montevideo y si había, el diario local. Ni miré la hora pero recién estaba llegando el quiosquero para abrir y arreglar la pila de diarios que lo esperaban atados con una cuerdita junto a la puerta.
Bajó de un auto viejo mientras yo me acercaba.
–Ya estoy abriendo, señorita.
–No tengo apuro –le contesté.
Yo caminaba sin prisa. Como no quería que el muchacho se sintiera presionado, me quedé mirando el auto del que se había bajado.
–Un Dodge auténtico –me aclaró sin que yo preguntara nada en tanto iba abriendo el negocio. –Era de mi tío
“¿Romero Velázquez?”, pensé. Y como si me hubiera leído el pensamiento dijo
–Mi tío tuvo el primer taxi de la ciudad; pero de esto hace una punta de años. Romero Velázquez; toda una institución. Llevaba a las novias hasta la iglesia y si ya se iban de viaje, alcanzaba a los novios hasta el ferrocarril. Era un fenómeno mi tío.
–¡Qué interesante! Me gustaría hablar con él. Debe tener miles de historias para contar.
–No – dijo. –Ya no. Falleció el año pasado… No, el anterior. ¿Si la puedo ayudar en algo?
–Queremos llegar hasta Piedras de Molle.
–Eh, a ver… Si toma la principal, a la salida hay un camino a la derecha y por ahí hasta la antigua estancia de los Garmendia, si da paso el Molles, un arroyo medio arisco al paso, pero no ha llovido mucho, siguen de largo y después se llega derecho. Es preciosa la entrada. Y la laguna, un espejo, especial.
–Gracias –le dije.
–A las órdenes. Que pasen bien.
Compré los diarios y ya estaba Álvaro esperándome en el auto.
–Qué manera de conversar con la gente. ¿Qué estabas interrogándolo tanto al pobre quiosquero?
–La ruta para llegar a Piedras de Molle.
La lluvia se largó fuerte a mitad de camino justo poco antes de llegar al arroyo. El limpiaparabrisas no daba abasto con la cantidad de agua que caía. Disminuimos la marcha hasta quedar detenidos por completo. Esperamos algunos minutos permitiendo al diluvio hablar más fuerte que nosotros. Al cabo de un rato, sin casi darme cuenta y guiada vaya a saber por qué impulso, me bajé del auto en medio del aguacero. El arroyo se vislumbraba a una media cuadra. Álvaro me llamaba a los gritos desde el auto.
–¡Melisa! ¡Melisa, te estás empapando!
Tardé unos segundos en reaccionar y regresé al coche.
–¿Qué hacés? ¡¿Qué hacés?! Olvidate de cruzar. Yo no me meto en esa correntada ni loco –me dijo Álvaro casi gritando. –¿Quién nos saca después? ¿Cómo hacemos para regresar a la ciudad? ¿Cómo llamamos a alguien que venga a auxiliarnos? ¿Y si nos lleva el agua? ¡Vos y el famoso pueblo! Melisa, ¡por favor!
–No. No se puede. No podemos –dije mirando el agua correr por el parabrisas.
–No te vas a poner a llorar, ¿verdad? Tenemos más días acá y toda una vida para volver. Vamos a dar la vuelta antes de quedarnos empantanados en el barro.
–¿Y si esperamos un poquito? A lo mejor pasa. No se va a hacer barro de un minuto al otro.
–Melisa, tenemos que sacar el auto del camino antes de que se encharque. Estás toda mojada, además. La temperatura bajó. No querés enfermarte, seguro. Y yo no quiero regresar a pie a la ciudad.
–Bueno, vamos. Capaz que mañana…
Álvaro puso el auto en marcha y con todo cuidado, buscando un llano en el terreno en donde poder dar la vuelta, emprendimos el regreso.
Los días siguientes llovió sin parar escampando solo por momentos. Pasados dos días de tiempo pésimo, lluviosos, oscuros, decidimos regresar a Montevideo.
Demás está decir que por distintas razones de trabajo y ocupaciones, ¿casualidades?, no pudimos regresar. Vino el invierno, el frío. Pasó la ventosa primavera y el verano con su licencia para ir a la playa en el balneario en donde tienen casa mis suegros. Álvaro y yo nos quedábamos por ese entonces en el este algunos días nuestras licencias y los fines de semana, religiosamente.
Piedras de Molle fue un pueblo generoso, como decía siempre Américo Fernández, el fotógrafo, porque nunca conoció conflictos como los que afectaron a otros poblados. Simplemente fue quedando silencioso y resguardando la memoria propia y la de los que lo habitaron.
La Laguna Molles se durmió escondida y tranquila sin cartel de identificación ni un acceso señalado para los paseantes porque se entraba por los senderos naturales marcados por el paso humano, de los carros y de los caballos. Los molles se reprodujeron libremente junto a otros árboles y arbustos nativos y el monte se hizo denso. La memoria del paseo a la laguna se perdió; solo quedó el molledal pintoresco al borde de un espejo de agua natural, sin nombre y sin leyenda para contar a los más jóvenes.
El camino principal del pueblo se fue borrando con las lluvias, las sequías y la falta de tránsito.
Me habría gustado ser pájaro para sobrevolar el pueblo y poder verlo desde el cielo. Luego bajaría a posarme en la fuente de la plaza o bajo la sombra de algún molle o de los guayabos en flor, en los naranjos callejeros o bajo las nutridas hortensias. Volaría hasta el campanario y asustaría a las palomas que saldrían en prolija desbandada. Me acercaría a las ventanas de la escuela para ver que en el pizarrón había quedado escrito: ¡Felices vacaciones!
Luego regresaría a la ciudad para contar las historias de un pueblo oculto allá en campaña, llamado Piedras de Molle, generoso y tranquilo, que espera sin apuro a que llegue el telégrafo, la radio y la televisión.
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